YO TAMBIÉN ME HAGO CARGO
—¿Y? ¿No hay coca?
Esas palabras escuchó una tarde de sábado José “Pato” Bilbao, histórico directivo del club, al entrar al vestuario para felicitar a aquel grupo de chicos, categoría 97, por el triunfo obtenido minutos antes. Lautaro, el goleador de la jornada, lo madrugó y le pidió el premio correspondiente. El Pato sonrió, le había tomado cariño a ese pibe. Les dirigió unas palabras de agradecimiento por la actuación y se fue. Minutos después, los jugadores estaban, botella de gaseosa en mano, bebiendo del pico, como corresponde.
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Ciudad ventosa como pocas y de inviernos gélidos, Bahía Blanca, en la provincia de Buenos Aires, alberga decenas de clubes, donde miles de infantes se acercan no solamente a practicar deportes, sino también a ser contenidos y cobijados. Allí forjan sus identidades, se gestan sus primeras amistades.
Entre esas instituciones se destaca el Club Atlético Liniers. Fundado en 1908, el Albinegro o el Chivo, como también se lo conoce, se ubica en la Avenida Alem, una de las más tradicionales de la ciudad. Allí están el estadio de fútbol Dr. Alejandro Pérez y el gimnasio de básquet Hernán Sagasti. A pocos metros se encuentran la Universidad Nacional del Sur y el Parque de Mayo, uno de los pulmones verdes más importantes de Bahía.
Desde sus comienzos compitió en los torneos de fútbol organizados por La Liga del Sur, la más antigua del país, después de la de la Ciudad de Buenos Aires. También lo ha hecho en la Asociación de Básquet, Sóftbol, Vóley y Natación.
En los ochenta, algunos jóvenes dirigentes proyectaron una institución a treinta años. Un club social que incluyera a la mujer, al niño y que generase sentido de pertenencia. Crearon la Escuela Polideportiva y comenzaron a llamarlo el Club del Niño y la Familia. Pasó a ser la institución deportiva de Bahía con mayor cantidad de becados. Se planteó un trabajo de formación en las divisiones menores. Liniers era un “club comprador”. Dejaría de serlo.
Avanzando por Avenida Alem, bordeando el Parque de Mayo y tomando la calle Florida, a unos 3 kilómetros de la sede, se construyó el Complejo Oscar Zibecchi. Un predio de 24 hectáreas, con 600 metros de costa sobre el Arroyo Napostá. Cuenta con catorce canchas de fútbol, dos con césped sintético e iluminación artificial. También posee una de las mejores canchas de sóftbol profesional del país, además de una playa de estacionamiento para más de quinientos autos.
En esa institución en pleno crecimiento, en el año 2005, jugaba en la Primera División, como zaguero central, Mario “Pelusa” Martínez, quien había participado en regionales por Villa Mitre y había tenido un paso por Racing de Olavarría. Un día llegó al entrenamiento, como era habitual, en su pequeña moto. Lo hizo acompañado de dos de sus hijos, Lautaro de 8 años y Alan de 9. Los anotó en la Escuelita de Fútbol. Comenzaron a concurrir. El tercer hermano, Jano, prefirió el básquet. Lautaro se destacó de inmediato entre sus compañeros. Dando un año de ventaja, comenzó a competir en la categoría 96B.
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El 28 de marzo de 2007, en la ficha de inscripción N.º 41.500 de la Liga del Sur, Lautaro fue anotado como jugador federado por el Club Liniers. Los firmantes responsables por la Institución eran el prosecretario Daniel José Ríos y el vicepresidente José María Bilbao.
El técnico de infantiles, Alberto Ricardo “Pichu” Desideri, armó la categoría Predécima. Conformó dos planteles, el 97A y el 97B. Con 10 años, Lautaro fue uno de los delanteros del equipo A. Ese año convirtió más de cuarenta goles, cosa nada sencilla en torneos tan competitivos como son los de las divisiones formativas de la Liga del Sur. Había días en que entrenaban en Avenida Alem y otros en que el club los llevaba en un colectivo hasta el predio, donde cada categoría tenía su cancha de entrenamiento asignada. Al finalizar las prácticas, el mismo colectivo los devolvía a la sede.
Hacía diferencia con su potencia, con su pegada y con una tempranísima actitud profesional en su manera de entrenar, de alimentarse y en la búsqueda permanente de mejorar su juego. Estaba en el club de lunes a lunes, aunque no tuviera entrenamiento de su categoría. Pateaba al arco en soledad. Tenía definida una rutina de pesas. Disfrutaba entrenar. Era muy receptivo a las indicaciones del entrenador. Lo consultaba acerca de cómo formarían el siguiente partido o los horarios en los que debían llegar en caso de jugar de visitantes. Era preguntón, inquieto, jugador guapo y de mirada penetrante. Serio y de poca sonrisa. A veces, también, de reaccionar fácilmente.
La categoría 97 era un equipo muy fuerte y competitivo. De los siete años que Lautaro jugó en divisiones inferiores, en seis fue campeón y en casi todos fue el goleador del torneo.
En un partido de Predécima, contra otro de los fuertes de Bahía, había convertido dos goles en el primer tiempo. En el descanso, el técnico rival se acercó a Pichu y le pidió que lo sacara ya que “había mucho robo”. El técnico de Liniers se negó. En el complemento, Lautaro convirtió dos goles más y el Chivo ganó por 6 a 2.
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Liniers pasó a ser su segundo hogar. Al terminar las prácticas se quedaba esperando a que su papá, que además de jugar al fútbol era enfermero, lo pasara a buscar al terminar su trabajo. En esas horas, se lo solía ver caminando por la cancha de básquet o en algún picado sobre el parquet que lleva la firma de Juan Alberto Espil, gloria del básquet de Liniers y de la selección nacional, quien, ante la imposibilidad de volver a jugar su último año en el Chivo, había donado el dinero para la colocación del piso flotante. Lautaro era también un muy buen jugador de básquet. Afuera del Sagasti había un aro, tal vez un poco más alto que los reglamentarios, donde intentaba embocar la número 5 pegándole con el pie. Algunos entrenadores, al verlo, lo desafiaban en esa particular práctica. Cada vez que encestaba, lo festejaban como si fuera la final del mundo. Se divertían. El eventual desafiante siempre salía derrotado.
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Su fortaleza mental y su especial temperamento hicieron que rápidamente se convirtiera en un líder. Si algún compañero no hacía las cosas bien o venía medio torcido, Lautaro lo llamaba aparte y le hablaba de la importancia de entrenar seriamente. Sus palabras no caían en saco roto, los pibes se encaminaban de inmediato. Lo respetaban.
A los 14 años, un par de compañeros estaban decididos a dejar de jugar y se lo comentaron al coordinador de las divisiones formativas del club. Este los escuchó y sabiendo de la ascendencia de Lautaro en el grupo, se lo comentó.
—¿Querés que lo resuelva yo, Lautaro? —preguntó.
—No, dejame a mí —contestó seguro de poder manejar la situación.
Lautaro les habló y los convenció de seguir jugando. Ese año fueron campeones.
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El club, como institución social, se interesaba tanto en el aspecto deportivo de los infantes como en el personal. Entrenadores, coordinadores y dirigentes estaban en contacto permanente con las familias. Atendían necesidades e inquietudes. Si algún jugador precisaba botines y estaba impedido económicamente de comprarlos, los directivos intentaban solucionar el tema de alguna manera, incluso poniendo el dinero de sus propios bolsillos. Se interiorizaban en las actividades que realizaban sus padres. Les comentaban cómo evolucionaban los chicos o cualquier inconveniente que tuvieran. A fin de año se solía hacer una reunión, a la canasta, con los jugadores y sus familias. Se les entregaban medallas a todos y se les hacía un reconocimiento.
El club ha llegado a inscribir como jugadores federados a algunos chicos con problemas físicos, que les impedirían jugar al futbol. La intención era que se sintieran incluidos. Liniers era una verdadera red de contención.
Una mañana de domingo, Bilbao estaba haciendo compras en un supermercado y se le acercó un hombre, de unos 40 años y le dijo:
—Hola Pato, ¿cómo estás? ¿Sabés quién soy?
—Sí, vos jugabas en Liniers, categoría 76. ¿Cómo te acordaste de mí?
—Pero como no me voy a acordar de vos, si sos parte de mi vida.
El dirigente se emocionó, le dio un beso y se fue para la góndola de los fideos a secarse las lágrimas.
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Lautaro, además de jugador, era un hincha fanático. Junto con su hermano cada domingo se lo veía colgado del alambrado del Alejandro Pérez, alentando a la Primera. Liniers había iniciado el programa Vacaciones Felices, ya que contaba con pileta de natación. Permanecía abierto durante el verano para que los jugadores de las distintas actividades concurrieran en esos meses, cuando los entrenamientos se suspendían. Lautaro pasaba tardes enteras con sus compañeros, sentados en el borde de la piscina, con los pies en el agua o jugando algún fulbito en la cancha de paddle.
Nunca tuvo problemas de estudio. Era realmente inteligente. Concurría a la escuela primaria donde su abuela Olga trabajaba como portera. Algunas veces la llamaban las maestras, porque Lautaro decía estar descompuesto. Olga lo retiraba y lo llevaba hasta la casa, en donde no permanecía más de cinco minutos. Se iba a jugar al fútbol con los amigos. Luego, la permisiva abuela era reprendida por su hija Karina Gutiérrez, madre del falso descompuesto.
Pelusa y Karina fueron fundamentales, con sus apoyos, en el crecimiento y en el desarrollo de Lautaro. Toda la familia concurría a ver sus partidos. Detrás de uno de los arcos de la cancha número uno del predio, donde jugaba la categoría 97, había una tribuna de madera, de unos cinco escalones. Sentados allí, entre el tercer y cuarto tablón, se ubicaban mamá, papá, abuelos y hermanos con su mate y alguna pastafrola. Al finalizar los encuentros, los compañeros y el entrenador comían algo de lo que los Martínez habían llevado.
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Los directivos acostumbraban, en el primer entrenamiento del año de cada categoría, darles una charla a los jugadores. Les indicaban algunas pautas de conducta, ya que ellos representarían al club. Les aconsejaban que no se fueran a probar solos a otras instituciones, que lo hablaran primero internamente en el club. Liniers los acompañaría a donde desearan. La idea era generarles una manera de pensar que los ayudara en un futuro. En esas reuniones siempre había alguno que, con cara de atorrante y un tanto verborrágico, hacía comentarios para la risotada general, intentando incomodar al ocasional orador. En su camada, Lautaro y su amigo, Lucas Esperón, eran claros ejemplos de ello.
Lautaro se había asumido también como el encargado de “pelear los premios”, con los dirigentes en cada triunfo. Podían consistir en una ronda de gaseosas para el equipo o la promesa de que alguien de la Comisión llegara al primer entrenamiento de la semana con cubanitos rellenos con dulce de leche, símbolo de la identidad bahiense.
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Otro de los técnicos que dirigió a Lautaro fue Carlos Quinteros, alias Carmiña. Ese apodo se lo habían puesto en su paso como número 10 de Olimpo en el año 1974, cuando en un entrenamiento reaccionó contra un compañero por las sistemáticas patadas recibidas. El Ruso Inverti, central de aquel equipo, le gritó:
—¡Para de llorar, pareces la Carmiña!
Carmiña era una novela de la época en la que la protagonista se pasaba gran parte de los capítulos entre lágrimas. Lautaro hablaba mucho con Carmiña (el pibe lo llamaba Tiki Tiki, porque el técnico siempre le explicaba los beneficios de ese estilo de juego). Cuando Lautaro, que había comenzado como wing, pasó a ser enganche o centrodelantero y le dieron la camiseta 10, Carmiña le dijo:
—Los que usamos la 10 nos tenemos que hacer cargo en los partidos difíciles. Yo me hacía cargo, así que espero que vos también lo hagas.
Lautaro no contestó. Lo miró y esbozó una pequeña sonrisa.
Un sábado por la tarde se jugaba la final de la Séptima, en cancha de Puerto Comercial de Ingeniero White, a unos 15 km de Bahía. Era el clásico del centro, contra el equipo más importante del fútbol bahiense. El Pato Bilbao cerró tarde su negocio y llegó con el partido comenzado. Al arribar, le comentaron que iban perdiendo 2 a 0. Preocupado, se acercó al entrenador, y le preguntó:
—¿Estamos perdiendo, Carmiña? ¿Qué pasó?
—Sí —le respondió. —Nos sorprendieron con dos centros. Pero quédate tranquilo que ahora Lautaro lo da vuelta.
El Pato lo miró mordiéndose el labio inferior, descreyendo que se pudiera levantar un clásico estando dos goles abajo, encima en una final. Se sentó en el banco. La joyita del club hizo un gol y cambió el partido. Luego vendría el empate y finalmente convertiría, de tiro libre, el definitivo 3 a 2 con el que el Chivo obtuvo el campeonato.
Ya en el vestuario, Lautaro se acercó al técnico y le dijo:
—¿Viste Tiki Tiki? Yo también me hago cargo, eh.
Se fundieron en un abrazo.
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Tiempo después, se definía en San Juan la final de un torneo nacional juvenil interligas. Lautaro jugaba para la selección de la Liga del Sur. El Pato había ido como su vicepresidente. Minutos antes del encuentro, uno de los cancheros le dijo:
—En el primer piso está Humbertito Grondona y quiere hablar con algún dirigente de Liniers.
El Pato subió, se saludaron amablemente y el hijo del histórico presidente de AFA le dijo:
—¿Lautaro es de ustedes?
—Sí —respondió el Pato.
—Bueno, antes de fin de año va a estar en el profesionalismo.
El dirigente del Chivo no dijo nada. Ese año se concretó el pase de
Lautaro a Racing.
Promediando el partido, la Liga iba perdiendo 2 a 1 y el presidente, quien también había ido al torneo, comentó,
—Che, Pato, que mal que estamos, no nos recuperamos más.
En ese momento había un tiro libre, al borde del área, para el equipo de Bahía. El Pato, recordando las palabras de Carmiña, le dijo:
—Ahora lo patea Lautaro y empatamos.
La pelota pegó en el travesaño y entró. 2 a 2. La Liga del Sur perdería esa final por penales.
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En el año 2013, Desideri dirigía la Primera de Liniers. Contaba con dos planteles. Uno, con los jugadores más grandes, competía en el Argentino B. El otro, con los más chicos, del semillero, lo hacía en el torneo local.
Lo convocó a Lautaro, que jugaba en la Quinta. El 13 de mayo llegó el día del ansiado debut. A los dieciséis minutos del segundo tiempo y con el equipo perdiendo 2 a 0, contra Puerto Comercial, el técnico lo mandó a la cancha, con apenas 15 años. Cinco minutos después, convirtió el descuento. Luego asistió para el segundo gol. Fue final 2 a 2.
Jugó solo cuatro partidos en la Primera del Chivo. Vendría la propuesta de Racing cuando el director de la reserva del club de Avellaneda, Flavio Radaelli, lo vio jugar en un entrenamiento. Comenzaron las negociaciones. Seis directivos del albinegro viajaron seis veces a Buenos Aires a consensuar las condiciones. La mayor resistencia que tuvieron que sortear, tanto ellos como Pelusa y Lautaro, fue la de mamá Karina. No quería que su hijo se fuera a vivir lejos de su Bahía natal. Se concretó el pase. A partir de ahí, ya es historia conocida.
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A fines de diciembre de 2022, luego del mundial de Qatar, Lautaro Martínez, el campeón del mundo, el goleador del Inter de Milán, la figura internacional, llegó a Bahía Blanca. Recibiría el merecido homenaje por el reciente título. Se organizó una rueda de prensa en el Teatro Municipal, el más importante de Bahía. Había periodistas de todo el país y del extranjero. Estaban el intendente y otras autoridades. Miles de personas lo vitoreaban desde la calle. En plena conferencia, el jugador detectó entre los presentes al Pato Bilbao, aquel dirigente que lo supo acompañar en sus inicios en Liniers. Le mostró la palma de su mano al periodista al que le estaba respondiendo, indicándole que aguardara un momento. Giró su cabeza y gritó:
—¡Pato!
—¿Qué? —respondió el directivo, desde el fondo del salón.
—¿Y? ¿No hay coca?
Minutos después, botellita en mano, mientras continuaba la conferencia de prensa, bebía su gaseosa del pico, como corresponde.