AÑO UNO DESPUÉS DE DIEGO
Como Doña Tota hacía malabares para ver qué se comía y llenar la panza de Pelusa y sus hermanxs, yo intento hacer malabares para llenar un vacío que no quiero asumir. ¿Cómo se va morir el Diego? Es una pregunta que me acompaña en loop hace ya casi un año.
Un tiempo antes de su cumpleaños de 60 -sin saber que sería su último cumpleaños- tuve ganas de escribir sobre ser maradoneana y feminista, un axioma que marca una antinomia absurda que lideró -sobre todo después del 25 de noviembre de 2020- muchísimos debates. No me interesa demasiado ahondar en esa disputa, no solo porque la considero estéril, sino porque tampoco me interesa juzgar las opiniones que no comparto.
“No nos puede no conmover lo que conmueve a un pueblo”, dijo una vez Betu, una compañera y, entre otras miles de cosas que pasaron por mi mente vinculadas a los debates que nos estábamos dando, tuve una certeza, tal vez la más nítida respecto de cómo definir mi vínculo con Diego: Diego me conmueve.
Pasó mucho tiempo desde que comencé a emocionarme por y con Diego hasta que le pude poner palabras claras a ese sentir, de hecho pasó muchísimo tiempo desde ese momento hasta que me animé a dejar de disimular ese amor tan grande que me generaba un tipo particularmente único y a la vez tan mundano como cualquiera de nosotrxs. A Diego primero lo conocí en su faceta de jugador, mi hermano me mostraba sus videos y algunos recortes de diarios viejos que describían las hazañas del joven maravilla. Yo era chica. Recuerdo sobre todo el Diego del Mundial 90, su tristeza y su enojo. Recuerdo también el Diego del Mundial 94, del que ya muchos hablaban no por su excelencia y despliegue futbolístico sino por su doping.
Como sea, el Maradona que más amé, desde el principio en silencio hasta hoy con los ojos vidriosos, fue a él entero. Diego Armando Maradona, todo íntegro. Al contrario de lo que muchos desean y definen, yo siempre lo adoré indivisible, errático, el que se asumió adicto, el que se quebró, se cayó, se levantó. Al que nos hace reír hasta el día de hoy, al de barro y doble caño, al que nos hizo creer que cualquier quimera puede ser posible. El Diego político y políticamente incorrecto para muchxs, el que nunca se olvidó de Fiorito, el que se les plantó a los poderosos, el fracasado y el triunfador, ése al que el mundo -sí el mundo entero-, le exige aún muerto que siga rindiendo, que dé el ejemplo, que sea mejor de lo que fue.
A veces me pregunto desde qué lugar se paran lxs catadorxs de la moral para sentenciar sobre la vida de un tipo que se equivocó mucho pero que también fue tan solidario que hizo feliz a un mundo entero. Porque Diego no es solo de lxs argentinxs, Diego es del mundo entero. ¿Quién más puede ponerse esos zapatoBOTINES?
Por supuesto me enojan y no justificaré jamás algunas de sus conductas, pero eso no me hace enemistarme con él. Por el contrario, me hace tomar otra dimensión de mi análisis sobre lo que fue, lo que es y será en mi vida.
Tal vez me refugié en silencio tantas veces en él que por eso me cuesta de repente describir por qué lo siento tan propio. Mi admiración desde un principio fue tan genuina como oculta. Pero conforme el paso del tiempo entendí que tener contradicciones es más común de lo que pensaba. Que esas tensiones que nos incomodan también nos definen y nos hacen crecer y cuestionarnos desde otro lugar y por sobre todo, me encontré a Diego enarbolando banderas que me resultan muy significativas.
El Agón de Roger Caillois, la competencia: el juego de lucha en donde se crea una igualdad artificial con antagonistas enfrentándose en condiciones ideales, pelota mediante, en el verde césped. ¿Quién podría decir que Maradona no fue su mejor representante? El hombre sinónimo del buen fútbol y de nuestra procedencia, Argentina Maradona. El deportista que hablaba de política y se definía sin tapujos, el que bancó a lxs jubilados, a lxs docentes, a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, el que me representó y me representa mucho más allá del buen fútbol. Pelusa, el que nació en Lanús, como yo, el que caminó las calles de la villa y de los lugares más lujosos del mundo.
¿Cómo se va morir el Diego? No quiero asumir ese vacío, no todavía. No tengo tampoco el ingenio de Doña Tota para resolver en la adversidad. Hoy no quiero discutir ni justificar por qué siento lo que siento, nada más patriarcal que decirle a una mujer qué tiene que pensar, por qué y pretender callarla con argumentos sancionatorios. Hoy prefiero seguir buscando en Diego ese refugio, como cuando era chica y no se lo contaba a nadie, para reírme de sus gracias, para llorar con sus bajones, para deleitarme con sus destrezas, para mantenerlo vivo siempre.
Hoy solo puedo y quiero decir esto, lo que me sale a un año de su muerte: ¿cómo te vas a morir? ¡Te extraño todos los días, Diego!