
EL SELECTIVO
Los profesores convocaron a una reunión con las familias para explicar el procedimiento. A partir de ahora, el equipo se dividiría en dos. Un grupo integraría el equipo principal: entrenamientos exigentes, camisetas nuevas, viajes, fotos para las redes del club. El otro grupo practicaría en el tinglado del fondo.
Martín tenía ocho. En las prácticas lloraba cuando algo no le salía. Y era peor. Los compañeros lo mandaban al “pelotón de fusilamiento”. Elegían a uno para patear, y el resto se ponía de espaldas, en fila , contra la pared. El elegido pateaba fuerte, con ganas de pegarle a alguien. Casi siempre, el blanco era él. Y terminaba yéndose de la cancha.
La noche anterior al selectivo, Martín cenó apurado. La mamá le sirvió otra porción de guiso. Y después otra. Y otra. No dijo nada. Sólo se levantaba, iba a la olla y volvía. Martín odiaba el guiso. Pero igual comió.
Esa madrugada, Martín se levantó y fue a la cocina sin hacer ruido. Abrió la heladera, sacó un pote de queso crema y lo dejó sobre la mesada. Encontró un paquete abierto de lengüitas de cebolla y las untó una por una hasta terminarlas. Con una cuchara rascó el fondo del pote. Arrancó la tapa de aluminio y la lamió. Metió los dedos. Raspó con los dientes. En la alacena encontró más: una caja de alfajores que los tíos le habían traído de Córdoba. Rápido, manoteó uno de chocolate blanco. Rompió el envoltorio transparente y se lo metió entero en la boca, mientras ya preparaba el segundo, de chocolate negro. El tercero, de frutas, lo masticó chupándose los dedos. Las migas le caían sobre el pecho.
Se acostó otra vez, con almohada doble. Un hilo de baba marrón le chorreaba de la comisura.
Al día siguiente, llegaron temprano al club. Después de la entrada en calor se jugaría un partido. Y después, el informe con los seleccionados.
Martín corría. Nadie se la pasaba. Tampoco la pedía. Se sentía mareado y con el estómago revuelto. Casi no podía ver la pelota. Quieto, en el medio de la cancha, un sudor frío le recorrió la espalda hasta la nuca. Empezó a temblar. Miró al costado, tomó aire, quiso decir algo pero no pudo. Se dobló hacia adelante y lo expulsó todo.
El encuentro se suspendió momentáneamente.
Final 1
Martín se sentó en el banco de suplentes. Estaba despeinado, con los ojos abiertos y la cara blanca. La mamá le acariciaba la espalda. No lloró.
Ahora tiene 9 y pesa 20 kilos más. Desde que dejó el fútbol, se pasa el día jugando a la “Play”.
Final 2
Sin embargo, en el lugar exacto donde estaba el charco, el piso comenzó a agrietarse y un muro de tamaño descomunal se elevó y dividió la cancha en dos. Algunos quedaron de un lado. Otros, del otro. Aunque golpeaban y gritaban, no podían escucharse.
Dicen que lo único que podía comunicarlos era la pelota, que fue lanzada hacia uno y otro lado en reiteradas ocasiones. Pero todos se rehusaban a agarrarla. Estaba pegoteada con el vómito.
Imagen creada con Inteligencia Artificial.