VER EL GOL DE DIEGO SENTADA EN EL PISO
Llega un nuevo aniversario del gol del Diego a los ingleses. Sí, de los dos goles, pero del segundo, claro, elegido el gol del siglo, el mejor de la historia, etcétera. ¿Qué decir que no se haya dicho una y mil veces, no?
Pero habrá que seguir intentando contar historias, como lo hizo Ariel Scher en su cuento “Todo mientras Diego”… ¿Qué hacía la gente aquel día glorioso e inolvidable? Porque, en definitiva, de eso se trata contar: del punto de vista. Y este es el de una nena de 9 años. Ese 22 de junio de 1986 vivía en Rosario. Los partidos se veían en un living con un flamante televisor a color cuyo uso era, en aquella época, racionado. Había momentos familiares y momentos para las personas adultas. Pero el Mundial se compartía en familia, con alguna vecina o algún amigo que podíamos invitar.
Los recuerdos son efímeros, pero llegan algunas preguntas… se jugó al mediodía, entonces ¿habremos almorzado temprano? ¿comimos luego del partido? (algo que no parece posible, porque comer después de las 14 no era cosa de provincianos, provincianas en aquellos tiempos; un horario demasiado porteño para que se transforme en excepción). Así las cosas, para sentarse a ver la tele había unos sillones que aún no entiendo por qué se llamaban así. Cuando se piensa en sillones, se imagina una superficie cómoda donde reposar, donde sentarse a gusto a disfrutar de charla o comida o fútbol o películas… No era el caso de estos armatostes mitad cuero mitad madera que se esparcían en el ambiente. No sé si por mala suerte o falta de costumbre, pero en mi familia la comodidad de los sillones no es algo que nos caracterice. No por unos cuántos años. Primero de mimbre y almohadones poco rellenos: a sentarse con espalda firme y culo fruncido. Después vinieron estos, con una forma cóncava que hacían imposible volver a pararse si no tenías abdominales híperdesarrollados: un tío mío estuvo tres días hasta poder pararse, cuentan. Creo que le llevaban comida, pero no sé cómo habrá solucionado el tema del baño. O tal vez sea una leyenda de esas que no faltan en las familias.
Por suerte, desde muy chica (no sé, ahora que lo pienso, si habrá sido por desarrollar un sentido preventivo) miraba fútbol sentada o acostada en el piso. Siempre. Tanto, que hasta el Mundial 2022 miré así, a pesar de los añitos que se le sumaron a esa niña. Así que los sillones no fueron motivo de preocupación aquel 22 de junio de 1986.
Le pregunto a mi viejo, el que me hizo amar el fútbol, qué recuerdos tiene de aquel día para que me ayude a recuperar los míos. No muchos. Sí ese gol indeleble cuyo relato escuchamos de la voz de Víctor Hugo Morales. Porque, queridas y queridos jóvenes, en aquellos tiempos imagen televisiva y relatos de radio iban al mismo tiempo. Cosa e’ mandinga. Entonces era indiscutible bajar el volumen de la tele (porque relatores y comentaristas televisivos eran lentos, apáticos, casi nombraban sin altibajos en la voz lo que ya estabas viendo) y subírselo a la radio (donde se lucían relatos con alma y corazón, donde cada arrimada al área era una posibilidad certera de golazo, donde un 0 a 0 igual te hacía vibrar hasta los huesos). Así que mi viejo dice: “Me acuerdo perfectamente del ‘de qué planeta viniste, barrilete cósmico’”, del llanto de Víctor Hugo, era una locura”.
Yo me acuerdo de la bandera argentina que me había cosido mi mamá, que no es muy futbolera pero que siempre me bancó en todas. Y que salimos a festejar con mi amiga y vecina Lorena. Dimos una vuelta a la manzana agitando la bandera y cantando con orgullo una canción que acabábamos de inventar: “¡Bilardo narigón, pero buen entrenador!”.
La caravana vino después, cuando salimos campeones del mundo y nos fuimos en auto hasta el monumento a la bandera. Pero eso fue el 29 de junio, una semana después. Ese 22 el festejo fue acotado a las cuatro cuadras alrededor de mi casa. Y quedó la cábala: en la semifinal vino Lorena y después salimos a lucir nuestro cantito. Ya para ese momento habíamos anotado un par más, pero no los recuerdo. Capaz algún vecinito o vecinita se nos unió en el festejo, seguro algún perro saltaba y ladraba al ritmo de nuestras voces finitas.
Dicen que recordar es volver a pasar por el corazón. Ese gol es, además, un recuerdo colectivo. Que todas, todos, sentimos que vimos en directo y escuchamos en la voz de Víctor Hugo. Así que vale este relato de una nena de 9 años o de muchas y muchos más.