Ensayos
DALE CAMPEÓN

DALE CAMPEÓN

Cuando entró a la sala su cara me era familiar. Luego me acordé que lo había visto un año atrás adentro de un patrullero estacionado en la Puerta del Centro de Admisión Y Derivación Penal Juvenil. Miralo al peruanito, lo cruzó a su ingreso, uno al que lo apodaban el Pitufo. Continuá con tu juego, lo interrumpí. Luego me dirigí al recién llegado y le dije: vení, sentate, ¿sabés jugar?. Miró hacia la ventana y dijo en voz alta, desafiante: Me llamo Pedro Alvarado. Y se sentó acomodando las piezas en el tablero. Jugaba desordenado pero combinaba bien, en cuestión de veinte minutos ganó unas cinco partidas a tres jóvenes diferentes. A ver si en el patio sos tan gallito, sentenció al que llamaban el Loco Lencina, mientras se apartaba de los tableros dispuestos en el taller. 

A la semana siguiente, Pedro volvió con un corte en la ceja. Ningún pibe lo miraba o más bien entró como un fantasma. ¿Qué te pasó?, ¿estás bien?. Me respondió con un lacónico, Jugá. En la segunda partida, le propuse reloj y asintió. Después de la cuarta partida le pregunté dónde había aprendido. Jugá, me volvió a decir y se sumergió en el tablero. Su perspectiva de juego era global, puntualizaba en lo importante. No como los otros que movían la pieza que se le cruzaba entre los ojos. Salgamos del pantano, les proponía, les inducía a que armen una estrategia, debemos apostar a un plan, aunque sea una idea, tan solo una.

Un día organicé un torneo y participaron todos menos él. ¿Qué te pasa?, ¿no te dan ganas?. No tengo rival profe, y por primera vez sonrió. Se sentó a un costado observando, se tomaba la pera y meneaba la cabeza. Después, lo invité a unas simultáneas, donde yo me enfrentaba a diez tableros dispuestos en el patio de la institución. No profe, yo voy de a uno. 

Algunos días, los talleres se suspendían por motivos disciplinarios, alguna pelea o algún rumor donde corría en los pasillos que a alguno se la aplicarían en el lugar menos pensado. Y era en esos momentos, en que él solicitaba a la dirección jugar alguna partida conmigo, en el sector, donde estaban los dormitorios con celdas y un espacio común con una mesa para descanso. La guardia abría la reja y jugábamos con muchas complicaciones. La tele a todo volumen compitiendo con la radio, pibes gritando jugando al truco o a los dados, todos fumando y la guardia hablando, Reyes sin cruces, se parecían a las Damas, pero yo iba igual, porque cada vez que me acercaba al pabellón, Pedro me saludaba con un fuerte apretón de manos. Él insistía con jugar una con el juego incompleto del sector, que lo completaba con una tapita de gaseosa o cualquier objeto que encontrara, y otra con el juego completo que llevaba yo. Con el tiempo aceptó el juego en buen estado y me recibía con un: hoy le gano profe. Yo le respondía que para ganarme sería conveniente que desarrollara un buen plan porque no le iba regalar nada, que su juego de combinar piezas según el día, era un tanto azaroso, parecido a cómo jugaban los románticos del siglo XIX, divertido pero demasiado espontáneo. Finalmente sos un romántico Pedro, ¿así te comportás con tus novias?, y se rió. Y esa misma tarde le conté sobre los clásicos, los hipermodernos y los rusos que dominaron el siglo XX. Él me contó sobre la llegada de su familia al país a un conventillo en la estación de Constitución, la falta de dinero,  su hermanita que pasaba hambre y la violencia con la que se comportaba la pareja de la madre.

Al quinto mes, él ya no quería venir al taller y jugar con los otros jóvenes. Yo buscaba no perder el vínculo que se estaba generando, y como a él le interesaba jugar, yo le jugaba en serio, con todas mis estrategias para luego analizarlas y comentarlas como si fueran un relato literario. Con el resto no. Con los otros que participaban del taller, sucedía algo distinto: los paseaba con las distintas piezas para que practicaran los movimientos, para que armen posiciones, para que ataquen y defiendan, para que experimentaran alguna estrategia rudimentaria. Era curioso, Pedro mostraba una característica, cuanto más lo atacaba, más juego de defensa afloraba, era como si en situaciones adversas y de pérdida de material sacaba pecho, le nacía un abanico creativo, un dinámico instinto de supervivencia. Las partidas comenzaron a llegar a los finales y cada vez más pasaba que lo definía con menos. 

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A fin de año, me tocó cubrir un taller de guardia el 25 de diciembre. La Noche Buena me encontró brindando hasta la mañana, y aquella Navidad llegué al Centro con una resaca antiajedrecística. Cuando me miró a los ojos, soltó una carcajada y cargó con su muletilla, ¿a que le gano profe?, hoy no me interesa reproducir ninguna partida inmortal, vamos al hueso. Dale vos, campeón sin corona, armá tu juego, que actualizaremos la batalla del eterno juego. Nos enfrentamos en dos partidas a cara de perro. La primera, tal vez jugó demasiado confiado, no tuvo buenas salidas de ataque y le contraataqué sin mayores dificultades. En la segunda, la lucha por el centro del tablero vibraba en una pulseada invisible. Yo había encadenado dos Caballos que me permitirían, sumando la Dama, atacar su Rey que no había enrocado, además me estaba entregando un Caballo, en lo que parecía una distracción de pieza colgada. Pero en realidad, él tenía un Alfil en la gran diagonal, bloqueado por uno de mis Caballos, si yo desviaba y tomaba el aparente regalo, se desbloqueba su Alfil y con una Torre atacaría mi Dama con posibilidad de avanzar con varias piezas mi enroque. Pensé en esas jugadas unos minutos. ¿No va a comer profe?, estaba todo dispuesto frente a mis narices. Levanté la cabeza y ahí esta esperándome la mirada de Pedro. Experimenté un momento mágico, donde los ojos conectados eran un camino que nos elevaba por sobre el tumultoso patio, donde alrededor de la cancha se había formado una tribuna alentando a los equipos del aguerrido fútbol tenis. Luego, estallamos en risas. Sin decir palabra, no acepté ese caballito de Troya. Esa partida terminó en tablas.

A la semana siguiente, organicé un segundo torneo. Y esa vez se presentó en el salón. Jugó tranquilo y los limpió a todos a tal punto que despúes de la final, el Pitufo y el Loco Lencina lo aplaudieron al grito de: ¡Dale campeón!, ¡Dale campeón!. Ahora sí, parece que estás listo. Esa semana, le ofrecí ser ayudante y comenzó una nueva etapa en la institución como referente del taller. Pedro recibía a los jóvenes recién ingresados al Centro y explicaba las reglas y la dinámica del taller, hasta se animó a filmar un tutorial con los cuatro principios de la apertura. 

Una tarde, en una partida en el sector, le dije: Pedro, mal que me pese estoy en zugzwang, juegue lo que juegue voy a perder. No, profe, el que está en zugzwang soy yo, en mi vida, juegue lo que juegue siempre voy a perder. Entonces jugué. Él aprovechó mi error forzado, por todo lo que no había podido o no me había dejado jugar, y movió su torre. Se hizo el silencio. Él no creía lo que estaba sucediendo. Repasaba con la mirada una y otra vez. Le sonreí. Era jaque mate. Empezó a gritar: ¡gané!, ¡le gané al profe!. Buena, partida Pedro, lo felicité. Junté las piezas y salí del pabellón. El guardia me preguntó por lo bajo: ¿lo dejaste ganar no?. La verdad que no, le respondí, está jugando bárbaro. 

La semana siguiente, jugamos la revancha en el salón, ¿quiere que le gane de nuevo profe?. Buena partida, respondí y estrechamos las manos. Jugamos a siete minutos con bonus de cinco segundos. Media hora duró esa partida. Jaque mate dijo con contundencia. Ahora no tiene la excusa del kilombo del sector, se levantó y se fue aplaudiendo mientras el eco retumbaba en el gran salón. 

Las dos semanas siguientes, fueron tablas. Pensé que no le ganaría jamás, pero a medida que se sucedían los Encuentros, noté que aflojaba en la intensidad de su juego. Los meses siguientes le gané varias pero él ya no estaba tan interesado en jugarme, como sí en explicarles a los compañeros que se iniciaban en el juego de los reyes, tal como él lo presentaba. 

Un día, desde el equipo técnico, me preguntaron a cerca de ofrecerle algún espacio por fuera del Centro Socioeducativo, algún lugar dónde le argumentáramos al juez que este jóven tuviera la posibilidad de un proyecto en el barrio que le permitiera no reincidir y rehacer su vida. Hice el informe de su proceso en el taller y en menos de un mes salió antes de cumplir los dieciocho.

¿Cómo estás campeón?, lo recibí en un taller de ajedrez que organizaba en Barracas. Lo noté animado, conversamos largo rato, me dijo que andaba bien. Le dije que debía saber que en ese lugar, él no era uno más, era un referente, un ayudante, le pregunté si se animaba, pero claro profe, cómo no voy a animar, si me animé a vivir esta vida. 

A la semana siguiente no apareció y no respondió nunca los mensajes. No lo volví a ver. Al año recibí un whatsapp de un número desconocido. Solo aparecía una foto de un diploma donde se leía: “Torneo de ajedrez. Primer puesto para Pedro Alvarado… levanté la vista, sentí gratificación, orgullo, curiosidad, ¡dale campeón!, pensé, pero el mensaje seguía, al final había un sello: Complejo Penitenciario Federal de jóvenes adultos. Marcos Paz, Provincia de Buenos Aires”.

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