LA LOCURA SEGÚN GISELA BOSSO
Fue el 24 de junio de 2023 que Gisela Bosso volvió a pisar el Coloso de Rosario, el estadio de fútbol de Newell’s. Era la despedida de Maxi Rodríguez. Ni bien pisó el césped, verde, impecable, tupido, fuerte, se acordó de todas las veces que había ido a la cancha con Cacho, a ver los segundos tiempos de partidos a los que entraban gratis. Recordó que, desde la tribuna, sentada a su lado, se veía un poco distinto, más acolchonado quizás.
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En aquellos primeros años de los 2000 Gisela y Cacho empezaban escuchando el partido por radio Continental o Rivadavia. Gisela recuerda grandes jugadas, delicados tiros libres y pases en el área. “Andá a saber si eran como me las imaginaba”, dice mientras en la pantalla de la computadora se ve su sonrisa que se cuela entre sus pómulos afilados. Se acostumbró a las reuniones virtuales, por eso, por más de que su agenda esté colmada de compromisos acepta mi propuesta de entrevistarla. Está sentada en el living de su departamento, es jueves a las 20.30.
A los 45 minutos agarraban sus bicicletas y se iban juntos hasta la cancha ubicada en el Parque de la Independencia, el del laguito con las embarcaciones a pedal, una de las postales típicas de la ciudad, después del Monumento a la Bandera. Cacho era fanático de la lepra, siempre había ido a verlo, “su Newell´s”, dice Gisela, enfatizando ese sentido de pertenencia en un país forjado a base de fútbol, clubes, canciones e historias. Para poder entrar, si el vecino no les prestaba el carnet, hablaba con los conocidos que trabajaban en la puerta.
Cacho o Cachaza, el otro apodo que le había puesto la gente del Club Provincial al abuelo de Gisela. Toda su vida jugó al fútbol ahí, entendiendo que toda la vida, objetivamente, podría reducirse a unos cuantos años, pero subjetivamente no entiende de límites temporales.
Una vez al año Cachaza le regalaba a cada uno de sus nietos algo para hacer deporte: pelotas, guantes, palos, raquetas, aros, y cuando venían a visitarlo el plan fijo era salir a correr, andar en bicicleta o aprender alguna destreza nueva. Siempre que llegaba a la casa después del trabajo agarraba el control remoto y cambiaba hasta encontrar algún partido de fútbol, cualquiera fuera. Esa Gisela de 8, 9 años que venía a pasar las vacaciones de verano a lo de sus abuelos se aburría viendo a un montón de tipos corriendo por un campo de césped queriendo meter una pelota dentro de un arco, prefería ir al jardín y meter los goles ella. Odiaba no poder cambiar de canal.
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En Labordeboy, el pueblo a 130 km de Rosario donde vivió toda su infancia, como no hay clubes con actividades regulares, tenía que esperar la hora de Educación Física para hacer deporte. Quería aprovechar al 100 por ciento esas clases por eso en su libreta se registra asistencia perfecta, y se enojaba cuando los profesores faltaban. Aún hoy, al contar la anécdota de por qué un año se llevó la materia a diciembre, Gisela cambia el tono, la voz le sale más aguda, tira los hombros para atrás. Parece que durante una clase de softbol se generó una gresca a partir de una jugada dudosa que terminó en la suspensión del entrenamiento. Gisela se indignó y le reprochó a la profesora la distracción. Para diciembre había estudiado todos los manuales. Quizás hasta haya sabido con más precisión que la docente las medidas reglamentarias de cada una de las canchas.
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Dos días antes del 24 de junio, mientras estaba en una fiesta de despedida, recibió una llamada del Director Arbitral. Se apartó un poquito para que no se escuche la música de fondo. “Creí que me llamaba porque ese fin de semana había tenido partido y tuve una situación de juego, me va a preguntar qué sucedió, es muy raro que te llame cuatro días después, nunca imaginé que era para la despedida de Maxi. Mi hermano me había preguntado si sabía quiénes venían, yo le dije que no tenía ni idea, que seguro venían árbitros de Buenos Aires. Cuando me dijo casi me desmayo. Me dijo que me iban a llamar de AFA, que tenga mucha cuidado cómo me manejaba por mi profesión, porque yo tengo una carrera y estoy en proceso de crecimiento.”
¿Qué te gusta del arbitraje?
-Es muy difícil de explicarlo. Todos decimos que es una profesión muy difícil de explicar y hay que estar muy loco para elegirla. Vos tenés que controlar veintidós temperamentos, diferentes personalidades más los cuerpos técnicos y encima tenés que ser fuerte de cabeza porque tenés miles de almas, de hinchas que van a estar conformes o no. Entonces, no se cómo explicarlo, es rara, me gusta mucho, me apasionan las reglas, me apasiona dirigir, aplicar las reglas, estar en un campo de juego y ver toda esa gente que te están mirando y opinando sobre lo que vos decidís. Es una pasión única. Somos medios raros los que elegimos esta profesión. Somos locos, pero locos lindos. Somos tres o cuatro frente a miles de personas tomando decisiones. Es especial.
Gisela ya va vestida a los partidos y el 24 no fue la excepción. Se acostumbró a que en las canchas no haya vestuario para ella, solo para sus colegas varones. Cuando llega lo único que tiene que hacer es ponerse las medias, los botines, el short, la remera y entrar. Ese día en Rosario ni siquiera llegó a ponerse los botines, tuvo que prestárselos a la Sole Pastorutti porque los del evento le quedaban chicos.
Reconoce a todos sus compañeros del mundo del arbitraje y de ellos aprendió a manejarse con profesionalismo y que un buen día es aquel en que se pasa desapercibido, que se tiene un buen dominio y control de la cancha. Tiene con ellos como práctica habitual mirarse mutuamente los partidos y comentar jugadas dudosas, dónde hubiera sido mejor pararse, cómo tener mejor visión. Pasa horas haciendo esto.
¿Cómo fue conocer a todas esas personalidades el 24 de junio?
-Nosotros tenemos que ir mucho más temprano, antes de que lleguen los jugadores para controlar y ver alguna cuestión del campo de juego, había una previa, otro partido, vimos todo eso, toda esa preparación, muy linda. Al lado del vestuario donde estábamos nosotros estaba Kapanga, re buena onda. Y estaba Luciana Aymar. Luciana Aymar es mi inspiración de árbitro y de estar bien físicamente. Era ella. Yo la seguí mucho en el hockey, empecé a practicarlo en el 2006 con un palo de hockey que le regalaron a mi abuela las chicas de la casa donde limpiaba, que eran jugadoras. Empecé a interiorizarme, leí todas las fotocopias. Me encantaba, me hice fanática. El profesor me preguntó si jugaba en el Jockey, que me quería llevar a jugar. Juego sola en el patio de mi abuela le dije. La seguí a todos lados, era mi gran inspiración, cuando ella deja dejé un poco de ver hockey y cuando voy al vestuario y la vi a ella dije ya está. Todos me preguntaron qué me pasaba, y yo dije, ya toqué el cielo con las manos, qué me importa Messi, yo la vi a Luciana Aymar, la vi ahí y dije no lo puedo creer, la seguía y la tenía ahí al lado. Yo la toqué, le dije hola, qué tal, estaba viendo la ropa que se tenía que poner, mi vestuario estaba al ladito del de ella, una puerta dividía nomás, yo asomaba la cabeza y la miraba y ella también nos miraba y nos preguntaba cosas.
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Gisela se mudó en el 2000 a Rosario. Teniendo a sus dos abuelos ahí no hubo dudas respecto de a dónde iría a estudiar una vez finalizada la secundaria. Con el esfuerzo que hacía su familia para sostenerla se suponía que eligiera una “profesión alta”. La precariedad de los sueldos docentes en esos principios de siglo hizo que la elección se redujera a abogada, médica o contadora. Eligió esta última. Pero le costaba mucho, así que cuando el Profesorado de Educación Física se trasladó de Baigorria al Instituto Superior de Educación Física, en Rosario, se anotó ahí a base de promesas en las que abundaba el amor a la profesión y el imperativo de la voluntad.
Había ciertos días a la semana en que iba a visitar a su abuela. Esos días ni abría la heladera sabiendo que la esperaba con un mate cocido y un sanguchito. Pasaba esas tardes practicando tiros a la pared con su palo de hockey. Copiaba los tiros de Luciana Aymar, sus movimientos, admiraba su despliegue físico, su precisión y su garra, pero sobre todo su carácter y su tranquilidad. “Quisiera ser como ella, yo en cambio soy de enojarme”, dice mientras se ríe. La abuela estaba jubilada y para hacer unos pesos más tenía un inquilino en el cuartito del patio. Una de esas tardes, sentado en el juego de jardín de cemento mientras tomaba un vermú, él le sugirió anotarse para estudiar de árbitro, que se ganaba bien.
Recién desde 2019 se puede hablar de una semiprofesionalización del fútbol femenino en Rosario, con la creación de la Liga Profesional y de la firma de los primeros contratos para parte de los planteles de primera de los clubes locales. Para una mujer que a principios de los 2000 necesitaba generar ingresos y quería vivir del deporte, pensar en la posibilidad de ser futbolista profesional no era una opción. Había que encontrar otra forma.
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En 2006 tomó la decisión y se anotó, mientras tanto siguió con su formación docente. Durante dos años no le contó a nadie, sabía que ni sus padres ni sus abuelos estarían de acuerdo, o porque no era un trabajo para mujeres, o porque era muy violento, sabía que no la apoyarían. Hizo toda la carrera siendo la única mujer del grupo y allí conoció a grandes amigos, colegas y maestros que no la dejaron bajar los brazos las veces que se quedó encerrada en su casa y no atendió el teléfono porque solo encontraba palos en la rueda. Iban y la convencían de seguir. Hoy en día mantiene contacto con compañeras de todo el país, se capacitan, comparten información y buscan promover la incorporación de más mujeres a la profesión.
Una vez recibida empezó a trabajar todos los fines de semana en las ligas del interior santafesino. Pasar desapercibida es uno de sus lemas como profesional así que cuando todos empezaron a preguntarse por qué no estaba yendo a Labordeboy tuvo que contarlo. El abuelo fue el primero en saberlo.
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En 2009 decidió anotarse en la AFA para ser árbitra nacional. Si bien esto implicaba viajar a Buenos Aires, ciudad de la que todo lo que sabía estaba asociado con delitos, muertes y robos, se inscribió. Bajaba de un colectivo para tomarse otro que la llevara al predio deportivo y regresaba de la misma manera, cuanto menos excepcionalidades y sorpresas, mejor, nada de visitar amigos o conocer el Obelisco.
El 17 de octubre de 2010 Gisela fue a visitar a Cachaza, tenía algo importante que contarle. Con el título que la habilitaba para dirigir partidos de primera bajo el brazo, risueña, pícara como es le dijo “Abuelo, soy árbitra de AFA”. Llora cuando cuenta esto, se queda frente a la pantalla y se toma su tiempo antes de continuar.
A eso de las 21.30, después de cenar y de brindar con la nieta, Cachaza se fue al baile con una amiga a seguir celebrando. Desde ahí la llamaron para avisarle que había muerto.
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Cuando esperás que te cuente una anécdota que involucre a deportistas de primer nivel, o los detrás de escena de partidos jugosos Gisela sale con cosas inesperadas, y hay que seguirla. El relato sobre esta experiencia no es la excepción. Gisela le tiene fobia a las alturas así que el 20 de noviembre de 2017 lo recuerda no como el día que debutó en Primera en un partido entre Godoy Cruz y Olimpo, sino como el día del evento que la obligó a tomarse el primer avión de su vida. La gran mayoría de las cosas son inaugurales entre ella y el arbitraje. En ese sentido, además de haber sido la única mujer de su curso, fue la primera árbitra de muchas ligas en las que aún hoy hay quienes la miran con desconfianza, y es de las poquísimas mujeres, contadas con la mano, habilitadas para dirigir en Primera y en partidos internacionales. En 2021 fue designada árbitra de FIFA, ya estuvo en Chile y próximamente estará en Montevideo dirigiendo un amistoso entre las selecciones femeninas de Uruguay y Ecuador.
A pesar de sus intentos de querer ir en auto, en colectivo, o en cualquier otro medio terrestre se vio forzada a enfrentar la altura. A Gisela se le nota todo en la cara y tenía el recuerdo muy fresco del accidente en Colombia en que se había estrellado un avión con el equipo completo de Chapecoense. Toda la escuadra arbitral viaja junta y por suerte el que se sentó en el asiento contiguo supo leer su miedo y mientras duró el viaje no paró de hablarle.
Mientras tanto en Labordeboy ya estaba todo dispuesto para verla. Labordeboy es un pueblo cuya población viene descendiendo desde 1990 siendo hoy alrededor de mil los habitantes estables. “Llegás al pueblo y te baja ocho cambios, literal, encima no todas las empresas de teléfono tienen señal así que no puedo recibir llamadas. Se escucha todo, los ruidos de los gallos, de los cubiertos, si pasa uno caminando, si saluda al vecino, y se respetan los horarios.” Ese 20 de noviembre a la hora indicada dejó de escucharse la novela y comenzó a sentirse un relato deportivo. Mil personas se dispusieron a ver a una mujer custodiando el cumplimiento de las reglas en una cancha de 94,5 m x 69 m donde 11 muchachos en Bahía Blanca se jugaron la vida por tener su primera victoria como locales en la Superliga Argentina.
Hasta entonces Gisela contaba con los dedos de la mano las ciudades que había conocido, a partir de ese día colgó en el living de su casa un mapa de Argentina donde marca con chinches los nuevos lugares que va recorriendo con el arbitraje. Y ahora, desde que participa de competencias internacionales, hasta ese mapa le quedó chico. Empezó con Chile en 2022 dirigiendo partidos de la Conmebol sub-20 femenina y aspira a un 2024 de Libertadores y Sudamericanas, y a clásicos de primer nivel.
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Ese 24 de junio de 2023 fue la despedida de Maxi Rodríguez en el Coloso. La Fiera dejaba el profesionalismo en un evento al que asistieron más de 40 mil personas, las calles aledañas abarrotadas, cuatro de los campeones del mundo 2022 -Messi, Di María, Paredes, y Scaloni- y celebridades como Gabriel Batistuta, Mariana Larroquette, la Sole Pastorutti y Luciana Aymar. El estadio repleto, elucubraciones acerca de la asistencia de Di María y Lavezzi (referentes de Rosario Central, histórico rival), incógnitas sobre el operativo de seguridad y la venida de Messi.
Van 10 minutos y 55 segundos de partido. En la misma cancha a la que había ido tantas veces con Cacho a intentar entrar gratis, frente a miles de fanáticos de Newell´s, Gisela Bosso, la jueza de línea de pelo lacio atado y tes blanca anula un gol a un jugador, el jugador lleva la camiseta albiceleste número 10 y es el homenajeado de ese partido amistoso.
No valió esa jugada, la asistencia de Di María y el pase al área de Messi, ni siquiera que el mismo Maxi metiera el gol, porque fue en off side, y para eso están los árbitros. Lo único importante era desempeñar con precisión y profesionalismo la tarea.
Los testimonios, los relatos, las noticias cuentan lo excepcional de la jugada pero Gisela no titubeó ante la falta, las charlas con Cachaza la habían ayudado a identificar bien un off side y no confundirse. Esa es su impronta, el profesionalismo como la ejecución correcta y a tiempo de las reglas.
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La abuela le contaba a todos los vecinos cuando su nieta iba a dirigir un partido de primera, le hubiera encantado ir a verla, pero Gisela no quería, “imaginate que se pelea hasta con la tele, yo me estaba haciendo camino, no podía preocuparme por si mi abuela estaba peleando en la tribuna con la hinchada, imaginate el titular, la abuela del árbitro se mete en la cancha ante insultos, no, no podía arriesgarme”. Pero seguramente a este partido sí la hubiera invitado.
La imagen parece repetirse como en loop, como si la historia fuese esa cajita que los músicos pisan para grabar una serie de acordes que se escucharán una y otra vez a lo largo de la canción. Pasaron tres horas de entrevista, son más de las 23 y Gisela no tiene preparada la cena. “Yo pensé en hacer bien mi trabajo, ¿para qué me llamaron, sino?”