Ensayos
UNA HISTORIA DE LOS ABANDERADOS OLÍMPICOS

UNA HISTORIA DE LOS ABANDERADOS OLÍMPICOS

No lo dirá nadie. Ni siquiera Luciano De Cecco ni Rocío Sánchez Moccia, que encabezarán la delegación argentina a partir de los méritos enormes de su vóleibol y de su hockey. Es que ni uno solo de los abanderados olímpicos que, entre emociones e ilusiones, pisarán la París de los Juegos podrá soltar una confesión así: «Mi mejor entrenamiento es hacer buena vida. Yo no fumo ni bebo una gota del alcohol e invariablemente antes de las 10 de la noche estoy en la cama. En estas tres cosas deposito toda mi confianza en el final de una carrera. En el entrenamiento propiamente dicho no hago ningún esfuerzo y solamente de perfeccionar mi estilo, al que le doy gran importancia». Enrique Thompson fue entrerriano, deportista de todos los deportes y el hombre que concibió de esa manera su preparación para competir. Su biografía no acabó en eso. También, en París y en 1924, se convirtió en el primer abanderado olímpico argentino 

Es evidente que recorrer la historia de los abanderados olímpicos e inaugurales de la Argentina, a la que se incorporarán De Cecco y Sánchez Moccia resulta, a la vez, un modo de seguir lo que perdura y lo que cambió en el deporte. Atleta notable, futbolista de Estudiantes de Paraná, waterpolista y nadador de calidad alta, Thompson podría haber ido aquella vez para intervenir en más de una especialidad. Fue como decatleta, terminó en el puesto 13 y llevó a los cielos del olimpismo el apellido de una familia de destacados deportistas oriundos de la ciudad de Hernandarias. Thompson, entre mil iniciativas, escribía en el diario La Mañana para expresar su visión del deporte, su fe en el deporte y su voluntad de que más jóvenes hicieran deporte. Le faltó tiempo para cristalizar todas esas búsquedas porque murió de tifus a los 31 años.

A Thompson lo heredó el boxeador Héctor Méndez, en Amsterdam, en 1928. Fue un premio a su brillante desempeño cuatro años antes, cuando escaló hasta el segundo sitio del podio entre los medio medianos. Sólo el belga Jean Delarge lo detuvo en la final luego de cuatro triunfos consecutivos. Había aprendido bien cómo dar y cómo no recibir Méndez en el Club Universitario de Buenos Aires, al que representó largamente y con el que conservó una identidad inclusive mucho tiempo después, cuando residió en el exterior del país cumpliendo funciones diplomáticas. Un compañero de aquella delegación olímpica contó que a Méndez le gustaba tanto el boxeo que hasta resignó su carrera militar por estar arriba de los rings.

A Alberto Zorrilla le tocó ser abanderado en los Juegos más conflictivos de su impactante huella deportiva. Dio señales de su capacidad para nadar en París 1924 y se hizo un lugar gigante en las piscinas en Amsterdam, el 9 de agosto de 1928, cuando se colgó la medalla dorada en los 400 metros libre, en una extraordinaria carrera final en la que batió el récord para la distancia que poseía el mítico Johnny Weissmüller, famoso por su papel protagónico en la serie Tarzán. Finalista en otras dos pruebas, Zorrilla, quien había completado su desarrollo deportivo en los Estados Unidos, constituyó un destinatario casi obvio del rol de abanderado para Los Ángeles 1932. Sin embargo, las decisiones del gobierno de Agustín P. Justo de menguar el aval económico al deporte lo disgustaron y no compitió en esas aguas olímpicas, aunque oficialmente se argumentara que estaba enfermo. De allí en más, exhibió sus dotes como bailarín y sus intentos como aviador y nunca dejó de ser el único nadador dorado de la Argentina en los Juegos.

La misma lógica que ubicó a Zorrilla con la bandera explicó la selección del atleta Juan Carlos Zabala como abanderado en la Berlín nazi de 1936. Fondista excepcional, Zabalita para sus compañeros, Ñandú Criollo para todos los tiempos, Zabala venció en el maratón de los Juegos de Los Ángeles de 1932 e inscribió al 7 de agosto de ese año en las memorias insoslayables del deporte nacional. Todavía no había cumplido los 20 años, pero sus piernas curtidas en la ciudad bonaerense de Marcos Paz (había nacido en Rosario) lo transportaron hasta la victoria. Cuatro años después, portó la bandera, pero no volvió a subirse al podio y sí acabó sexto en la prueba de 10.000 metros.

Más allá de nombres y de devenires personales, antes y ahora la voz de quienes fulguran en el deporte suena para manifestar que llevar la bandera en los Juegos es exactamente un honor. Antes y ahora, también, a esas banderas -mucho más que a los abanderados- las atraviesa el debate sobre qué es aquello a lo que se representa en el escenario olímpico. ¿Al país? ¿Al deporte del país? ¿A un arraigo que persiste, aun en esta era hipertransnacionalizada en la que constituye todo un esfuerzo teórico y práctico caracterizar qué sigue siendo y qué ya no es lo nacional? ¿A los lugares anónimos donde cada atleta dio su primer paso deportivo con la ilusión de algún día destacarse como sus ídolos? ¿A la conciencia de ser parte de un pasado y de un futuro que tiene deporte, que tiene celeste y blanco y que se denomina Argentina? En «Un amor de Belgrano», un texto conmovedor y perturbador, Osvaldo Soriano dice que el prócer es «el rebelde que levanta una bandera propia para acelerar la marcha de la historia». ¿Qué de ese Manuel Belgrano y qué de sus ideas revolucionarias surca las palmas de cada deportista que, en la frontera de la lágrima, hereda esa bandera y la flamea, ante el cosmos, desde una pista olímpica e inaugural? Acaso haya un poco de todo. Un afecto. Un orgullo. Una tradición. Un logro. Un camino que es propio pero que otros y otras caminaron en edades previas. Un aire fuerte de que, entre tanta sugerencia hacia el individualismo, existe una comunidad, una comunidad que puede ser el deporte o puede ser la patria o puede ser ambas cosas. Como sea, lo que invariablemente brota es un estremecimiento.

Las guerras, donde tanto horror se ejecuta invocando a las banderas, sacudieron el horizonte olímpico. Y el parate impuesto por la Segunda Guerra Mundial hizo que todas las banderas, incluida la argentina, se juntaran recién en Londres, en 1948. Alfredo Yantorno, un fabuloso nadador que acumuló títulos nacionales y sudamericanos, fue designado para alzar los colores celeste y blanco. Arquitecto de profesión, repetida figura en la tapa de la revista El Gráfico, era un deportista sobresaliente de la época, al punto que llegó a dos finales olímpicas en esa cita en Londres.

Londres también fue el escenario de la consagración de otro medallista dorado que se tornó abanderado argentino en unos Juegos Olímpicos. Para agrandar la dimensión de los 7 de agosto, en el de 1948, Delfo Cabrera, un bombero santafesino y capaz de todo al que la siguiente dictadura sancionaría por su lazo con el peronismo, se impuso en el maratón olímpico. Cuatro años después fue el dueño natural de la bandera y así ocurrió en los Juegos de Helsinki, en 1952. Sobre suelo finlandés, de nuevo corrió bien el maratón y culminó en la sexta posición.

Sin las figuras sobresalientes del deporte en los años del peronismo derrocado en 1955, la delegación que viajó a Melbourne para los Juegos de 1956 fue tan reducida que tuvo una sola mujer. Se trató de la primera abandera olímpica argentina. Isabel Avellán, que había sido segunda en el lanzamiento de disco de los Panamericanos de México de 1955 y fue propietaria del récord sudamericano, se clasificó sexta con un rendimiento tan alto en el atletismo como el de ningún o ninguna compatriota que la continuó en el olimpismo.

Dos mujeres prosiguieron la nómina de abanderadas. Y, lo que es más curioso, dos que no compitieron. Cristina Hardekopf, con una estética que daba envidia en sus vuelos en los saltos ornamentales, llevó la bandera en los Juegos de Roma en 1960, pese a que no pudo participar. Y eso que el número 2116 de la revista El Gráfico la ubica en su tapa, entre las deportistas que iluminaron en las piletas. En esa tapa, a su lado aparece Susana Peper, gran campeona local y regional, que acudió a los Juegos de Tokio de 1964 con una circunstancia irrepetible: la abanderada del grupo argentino era su mamá Jeanette Campbell, la deslumbrante nadadora que consiguió la medalla de plata en los 100 metros libre en los Juegos de Berlín de 1936, en una actuación que, además, significó la primera presencia de una mujer argentina en el olimpismo. Fue un reconocimiento especial que añadió la sensación, también especial, de que madre e hija desfilaban juntas.

La lista de abanderados encadenó luego dos jinetes. A Carlos Moratorio le correspondió la bandera de los Juegos de México de 1968 por sus muchos torneos victoriosos y, en particular, por la medalla de bronce que había atrapado en Tokio, en 1964, cabalgando sobre Chalán, su alazán. Carlos D’Elía, que no ganó medallas pero sí diploma olímpico, fue el abanderado en Munich de 1972, en su quinta participación seguida en los Juegos. Hay un sello que distancia a D’Elía de cualquier otro abanderado: la Cámara Federal de Apelaciones de Córdoba lo procesó por crímenes de lesa humanidad durante el genocidio que sufrió la Argentina desde mitad de los setenta y murió antes de que hubiera sentencia.

El remero Hugo Aberastegui concluyó el itinerario olímpico que había empezado en 1968 y continuado en 1972 en los Juegos de Montreal de 1976. Fue abanderado de una delegación menguada que, por primera vez, no sumó ninguna medalla. Ni siquiera se dio esa satisfacción otro remero, Ricardo Ibarra, que llegó a la final del single scull y se ubicó sexto. Pasada la ausencia argentina de los Juegos de Moscú de 1980 -en los que el país en dictadura adhirió al boicot impulsado por los Estados Unidos hacia la Unión Soviética-, la gran trayectoria de Ibarra, triple campeón panamericano, fue valorada al elegirlo abanderado olímpico en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en los que salió quinto en la final.

Gabriela Sabatini tenía triunfos en todas las geografías pero no arrastraba antecedentes olímpicos cuando, en Seúl y en 1988, se produjo el regreso del tenis al programa oficial olímpico (había sido exhibición en 1984). La mejor jugadora argentina de cualquier época se fue de esos Juegos con una medalla plateada. Sin medallas olímpicas, pero multipremiado por su jerarquía como jugador y con un futuro de secretario de Deporte de la Nación que ejercería entre 1999 y 2000, Marcelo Garraffo se transformó en el único representante del hóckey sobre césped que sostuvo la bandera olímpica antes de que Luciana Aymar fuera votada para el 2012. Fue olímpico en 1976, en 1988 y, además, en Barcelona en 1992, en el rol de abanderado. Esos Juegos en tierra catalana le permitieron a la judoca Carolina Mariani ganar su primer diploma olímpico. El segundo se lo llevó en Atlanta, en 1996, lo que le dejó un recuerdo tan potente como su condición de quinta mujer que fue abanderada olímpica argentina.

Dos deportistas olímpicos de alta notoriedad fueron los eslabones posteriores en la cadena que ahora integrará a Sánchez Moccia (subcampeona olímpica en Londres 2012 y en Tokio 2020) y a De Cecco (bronce notable en Tokio 2020). Antes de migrar a la política y convertirse en intendente de la ciudad de Corrientes, en secretario nacional de Deportes y en legislador, Carlos Espínola navegó en cuatro Juegos consecutivos y desembocó siempre en el podio. Fue dos veces subcampeón (Atlanta 1996 y Sydney 2000) en la Clase Mistral y dos veces tercero en sociedad con Santiago Lange en la Clase Tornado (Atenas 2004 y Beijing 2008). Tantas actuaciones fuera de lo corriente le permitieron una situación exclusiva: ser abanderado olímpico en dos Juegos seguidos (Sydney 2000 y Atenas 2004). Su continuador quedó anotado en las cumbres del deporte argentino y olímpico por mil razones. Emanuel Ginóbili, el primer basquetbolista de esta nómina, ganador de todo en todas partes y campeón olímpico en Atenas, caminó orgulloso con la bandera en la inauguración de los Juegos de Beijing en el 2008, en los que atesoraría otra medalla, ahora de bronce.

A la brillante Aymar la bandera le llegó cuando su memoria olímpica enlazaba tres medallas -una de plata, en Sydney, y dos de bronce, en Atenas y en Beijing. En Londres 2012, primero alzó el estandarte celeste y blanco y, luego, añadió otra medalla plateada como líder de Las Leonas. Legado de crack a crack, la bandera en Río de Janeiro la desplazó más arriba que nadie Luis Scola, otro basquetbolista de la más laureada de las generaciones, de oro en Atenas 2004, de bronce en Beijing 2008, de lujo en su infinito despliegue olímpico o donde le tocara. Que Santiago Lange y Cecilia Carranza Saroli, dupla campeona en los Juegos de Río de Janeiro 2016, asumiera la sonrisa conjunta de embanderarse transparentó el signo de los tiempos, ya que el olimpismo -en su edad fundacional, renuente a la presencia femenina, bastante lento para aperturas ligadas con las cuestiones de género- invitó por ocasión inicial a que una mujer y un hombre compartieran ese reconocimiento.

A De Cecco y a Sánchez Moccia se les viene una emoción parecida a ninguna en París. Con la esperanza de siempre. Y con una bandera llena de historia.

Autores

  • Escritor. Periodista. Docente. Publicó los libros: Fútbol, pasión de multitudes y de élites (con Héctor Palomino), La patria deportista, Wing izquierdo, El enamorado, La pasión según Valdano (con Jorge Valdano), Fútbol en el bar de los sábados, Todo mientras Diego y El blues de la primera fecha, entre otros. Es uno de los editores de Pelota de papel, obra que reúne cuentos de futbolistas. En abril del 2022, publicó su último libro Apuntes sobre fútbol de los tíos y las tías, editado por Grupo Editorial Sur (GES)

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  • Un poco diseñador gráfico un poco ilustrador. Criado en el mundo de los cómics.

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