
QUIERO JUGAR EN PRIMERA
Dice Ana Rozenbaum en un texto de la Asociación Psicoanalítica Argentina: “Los rituales son una serie de acciones, realizadas principalmente por su valor simbólico. Están al servicio de permitir liberar tensiones, aliviar angustias, elaborar procesos de duelo, procesar frustraciones, etcétera. Con diferentes modificaciones o adaptaciones se vienen ejerciendo a través de los siglos, ya sea en prácticas políticas, deportivas, recreativas, funerarias, de duelo, u otras.
En 1909 el antropólogo francés Arnold van Gennep acuñó la denominación de rito de iniciación. Concepto que designa un conjunto específico de actividades que simbolizan y marcan la transición de un estado a otro en la vida de una persona. En ese sentido, el periodo de la adolescencia se constituye en una etapa privilegiada para desplegar estos rituales de iniciación, ya que se trata de un tiempo de cambios y transformaciones, tanto del cuerpo como psíquicas”.
¿Que lleva a un grupo de adultas a considerar que la humillación, el sometimiento y la burla en su máxima expresión son necesarios para que compañeras o pares más jóvenes sean recibidas y aprobadas en primera división?
El deporte, ese inmenso escenario donde todas las facetas de lo humano son posibles, desde las miserias más profundas hasta la solidaridad y generosidad expresada al aire libre y de mil formas distintas, se ha caracterizado por ser un habitáculo de rituales crueles que presuponen la demostración de coraje, valor y el comienzo de esa vida de grande en una cancha, concentración y competencias. El paso de la niñez/adolescencia a la vida adulta.
Durante muchísimo tiempo, todo el tiempo que a la actividad deportiva la conocemos como tal, desde el inicio de los Juegos Olímpicos hasta nuestros días estas prácticas son costumbre. Se han naturalizado, se cree y se da por hecho que hay que atravesarlas. Pasar por situaciones abusivas, sentirse vulnerable e indefenso frente a un grupo que ostenta poder. Ese es el boleto que hay que pagar para llegar a jugar en primera, a cumplir el sueño de cualquier deportista que le ha dedicado gran parte de su vida a entrenar, a intentar ser mejor, a ser feliz con otros y otras. Para pertenecer a esa nueva grupalidad que se anheló con fuerza, inevitablemente hay que sufrir.
Durante mucho tiempo, estas prácticas fueron parte de las costumbres en los institutos de educación física que se ocupaban y ocupan de la formación de futuros y futuras docentes. Completamente internalizado que era necesario humillarse, rebajarse a una categoría inferior para alcanzar la insignia del profesorado una vez superado el bautismo. La “I” que se llevaba y se lleva pegada al buzo del lado del corazón era y es la muestra de pertenecer a la educación física, de saberse casi docente. Mostrarle al mundo que se venía un profe o una profe nuevo o nueva en corto tiempo al campo de deportes de una escuela, a un patio o a los miles de lugares posibles de habitar para una profesión que corre con la ventaja de acercarse a niñeces, adolescentes y jóvenes como ningún docente. Con esas cuestiones incorporadas, con ser considerado un bípedo por el resto del instituto porque no llegaba a ser humano, obligados y obligadas a servir al resto de los compañerxs de cursada y atravesar pruebas de mucha crueldad el día de la iniciación, ese mismo tormento se volvía a producir una y otra vez con los cursos de primer año cada inicio de clases. Llegaron otros tiempos y esos rituales se dieron por terminados. Parte del andamiaje militar que nutrió a los espacios deportivos y de educación física en gran parte de nuestra historia. Hoy asistimos a una mejora sustancial en esas currículas, de la mano de las conquistas sociales y la ampliación de derechos.
Ocurrió hace dos años pero tomó estado público en estos días en el Club Alemán de Mendoza —la institución más antigua de la provincia cuyana con 126 años de antigüedad— y su equipo de primera de hockey femenino. Con una elevada cuota social, el acceso al deporte que brinda es para un sector social privilegiado. Quizás en estos espacios sea más difícil quitar la telaraña de prejuicios y costumbres que constituyen la identidad y la pertenencia.
A raíz del proceso judicial no es posible divulgar la identidad de la víctima. No es importante el quién, sino el por qué y el cómo. Una joven de apenas 15 años, que en 2023, por sus cualidades deportivas, estaba por cumplir el sueño de su vida. Llegar a primera. Estaba en quinta división, pero sus condiciones le permitían dar ese salto. Además ya era entrenadora de las niñas de 9na división.
En abril hace dos años exactos, junto a más adolescentes que no se animan a declarar, fue sometida a un bautismo que dejó secuelas psicológicas por el vejamen que representó para ella y sus compañeras porque incluyó abusos sexuales. Las victimarias, jugadoras adultas de primera división, algunas con 30 años de edad, filmaron las escenas a pesar del ruego de las víctimas para que no lo hicieran. Nada las detuvo. Las jugadoras que propiciaron los hechos continúan en el club, reuniéndose y jugando. Muy distinta es la situación para la única jugadora que se animó a denunciar. Dejó el deporte, en el medio cambió de club y de círculo social. Pero ya no juega. El hockey dejó de ser su prioridad de vida. Botines colgados en medio de una situación de injusticia y mucho dolor.
La causa no avanza y el dolor permanece sin resolución. Es conveniente parar la pelota siempre para pensar. La necesidad de justicia es insoslayable. Pero además del castigo pertinente, las grandes preguntas seguirán siendo las mismas: ¿Cómo cambiamos estas costumbres? ¿Cómo se desnaturaliza la idea de la prueba humillante para pertenecer? ¿Cómo hacemos del deporte de alto rendimiento un lugar de felicidad también? Ahí donde nos encontramos con pares para pensar que la vida es más de lo que pasa en la cancha y que el primer lugar donde aprendemos que existen otros y otras es en esos lugares que llamamos clubes y que amamos.
Que los rituales dejen de ser la puerta de entrada a la historia grande de las instituciones. Que pertenecer no tenga nada que ver con los flagelos y la crueldad. El abuso, el sometimiento y festejar el dolor de otra, otros y otres, en estos tiempos que corren, particularmente hostiles y egoístas, debemos enfrentarlos, sin miedo a quedarnos afuera de la cancha. Pertenecer a lugares amables y justos para todos y todas es el desafío por delante. Porque no somos negocio, somos derecho a jugar y vivir.