EL MITO DE PROMETEO: CUANDO LOS DIOSES PERDIERON LA PELOTA
Zeus la baja de pecho y toca para Atenea, su hija. Atenea distribuye con pases limpios, correctos y bien pensados. Apolo recibe y encara hacia la línea de fondo para tirar un centro atrás. Hefesto lo corta pero en la barrida se desgarra. Sí, hasta los dioses del glorioso Olimpo tienden a sobrecargar sus músculos en una jugada y estirarlos hasta romperlos.
El único cambio en el equipo que conduce Hades contra su hermano Zeus, el que todo lo ve, es el pícaro Prometeo. Cuando Zeus lo ve entrando por Hefesto se acerca a Atenea, la de bellos ojos, y le dice “marcalo a este que ya me engañó una vez”. Atenea tiembla de solo pensar en marcar a aquel que osó desafiar a su imponente padre. Hades guardián del inframundo sonríe al ver las reacciones en el equipo contrario.
Hades efectúa el saque de arco que se produjo con el desgarro de Hefesto con un perfecto bochazo al pecho de Heracles, o Hércules en la película de Disney. Éste la baja y descarga hacia el recién ingresado Prometeo. Zeus amaga con salir a cortarlo pero se queda parado esperando la contra. Es Atenea la que aprieta a Prometeo. Acá corresponde parar el partido y explicar dos pequeñas cuestiones.
Los Dioses y las Diosas del Olimpo hacía varios milenios que jugaban a patear la pelota. Con el correr del tiempo decidieron poner dos arcos separados por, aproximadamente, cien metros. La pelota se iba lejos cuando jugaban hacia los laterales, de manera tal que delimitaron el ancho de la cancha en sesenta metros, cosa de tener espacio para correr y no chocarse tanto. El fútbol desplegado por los habitantes del Monte Olimpo era efectivo, físico y carente de cualquier arranque de creatividad individual. La idea básica era la siguiente: saca el arquero, corto o largo; la pelota llega a quien sea el número cinco; ésta es llevada hasta los “insai”; que abren para los “wines”; y centran para el “centrofowar”. La única variante podía llegar por un camino más cercano al rugby donde uno agarrara la pelota como una lanza y la llevara hasta el arco rival. Pragmatismo puro el de los Dioses del Olimpo.
El otro tema que vale la pena explicar es la pica entre Zeus y Prometeo. El primero líder indiscutido de las y los olímpicos. El segundo un titán semidios bastante revoltoso. Es recordado por haber engañado a Zeus ofrendándole medio buey (una vaca por estos pagos) y confundirlo para que se quedara con los huesos y el cuero en lugar de la carne. No le salió barato el chiste a Prometeo. Tal fue el enojo de Zeus que lo encadenó y puso un águila a comerle el hígado. Como Prometeo era inmortal su órgano volvía a crecer cada noche para que el gran pájaro volviera a ingerirlo al día siguiente. El calvario terminó cuando Heracles disparó una flecha contra el águila liberando al titán del castigo de Zeus. Ahora sí, podemos volver al partido.
Atenea sale a marcar al escurridizo Prometeo con la advertencia de su padre rondando en su olímpica cabeza. La costumbre era que Prometeo jugara la pelota para Heracles o, en todo caso, abriera para Helios, un tipo muy cercano a Hades en el inframundo. Pero no, Prometeo la guardó haciendo un gesto extraño para los Dioses. Puso la suela sobre la pelota y empezó a moverla mientras la pisaba. La carrera del titán indicaba que su camino iba por afuera. Hacia ahí fue Atenea barriendo para cortarlo. Entonces Prometeo detuvo su carrera pisando el esférico y haciendo pasar de largo como toro enardecido a la pobre Atenea.
Todo sucedió ante la atenta mirada de Zeus, el de oscuras nubes, que esperaba la recuperación de la pelota para salir de contra. El Dios no pudo contener la ira al ver pasar de largo a su querida hija y salió disparado a recuperar el balón en pies de Prometeo. Zeus buscó tirarse al piso con las piernas abiertas tratando de llevarse pelota y jugador al mismo tiempo, sin saber lo que estaba por hacer Prometeo.
No se sabe si lo vio o lo intuyó. Porque cuando Zeus barría con la intención de llevarse pelota y jugador a la vez, Prometeo volvió a pisar el balón, pero esta vez llevándola hacia atrás y haciéndola pasar entre las piernas de Zeus. En ese instante el tiempo pareció detenerse en el Olimpo y una tremenda tormenta cayó sobre los mortales que nada entendían sobre fulbo hasta ese entonces. Poco le importaron a Prometeo el tiempo o la tormenta cuando volvió a tomar contacto con el balón. Encaró por el lado de Poseidón parado como central y famoso por su vehemencia en la recuperación de la pelota.
Poseidón salió a cortar a Prometeo pero, antes del contacto, el pícaro jugó sutilmente con Heracles que devolvió una pared perfecta con un solo toque. Prometeo quedó mano a mano con Artemisa, arquera del equipo de Zeus. Con una rápida salida buscó achicar el ángulo de Prometeo que venía envalentonado en la carrera. Tampoco imaginó Artemisa lo que estaba por pasar. Nunca se habían visto este tipo de jugadas entre los dioses.
Esperó Prometeo estar cerca de la arquera, aunque no demasiado, para poner la punta del pie debajo de la pelota empalándola con suavidad por sobre la cabeza de la diosa. “Tremendo golazo” dijo Teseo, defensor en el equipo de Hades. “Uh, que quilombo se va a armar”, se escuchó decir a la dulce Afrodita que miraba la jugada desde el lateral derecho del equipo de Zeus. “Si lo agarro lo mato”, gritó Zeus altisonante desde el piso mientras Prometeo la picaba por encima de su arquera.
Prometeo festejó el gol en un grito sagrado abrazándose con Heracles y sabiendo la que se le venía. La próxima vez que agarrara la pelota, recibiría tal patada que hubiera sido preferible quedarse con el águila comiéndole el riñón todos los días.
La pelota salió del medio y fue para Atenea como siempre. Ésta abrió con Hermes, el de doradas sandalias, que buscó a Zeus para luego picar al vacío. Zeus buscando revancha dejó pasar el balón. La pelota le cayó a Teseo que armó juego con Prometeo. El partido entre Dioses y Titanes se había picado demasiado. Teseo jugó con Prometeo sin pensar en las consecuencias. Cuando la pelota se dirigía hacia el pícaro, Atenea y Zeus ya estaban yendo hacia él, poco interesados en el balón. Prometeo la vio venir. Giró acompañando la carrera del esférico y puso el cuerpo para cubrirla. Esquivó una patada de la inteligente Atenea que volvió a pasar de largo. Quedó equilibrado sobre el balón mientras Zeus lo empujaba y trataba de golpearle los tobillos. Pero tanto escondió la pelota Prometeo que cuando Zeus alzó su tremenda vista, ni ésta ni el Titán se encontraban en la cancha. Habían desaparecido los dos. Prometeo, el pícaro e insolente titán, había robado la pelota.
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En los libros de historia clásica se ha repetido hasta el hartazgo una mentira. Prometeo no le robó el fuego a los dioses, les robó la pelota. Los ingleses que fueron encontrando los archivos perdidos de la Antigua Grecia, temieron ante la aparición de los dioses pateando pelotas en las escrituras de Hesíodo y Homero. Si el mundo se enteraba que desde hacía miles de años las personas jugaban a patear cosas redondas, perderían el título de creadores del football para siempre. Entonces cambiaron pelota por fuego. Cosa que además quedaba mejor.
Con el fuego los mortales podían dominar la noche, pero con la pelota podían volverse eternos. Prometeo llegó a la aldea de Tebas, dónde los hombres y mujeres que comen pan labraban la tierra y araban sus bueyes. Se paró en la colina más cercana a las casillas. Puso la pelota sobre el suelo, la levantó y empezó a hacerla rebotar en sus pies sin dejarla caer. Uno a uno y una a una, fueron dejando sus labores para mirar al astuto titán en la colina.
Mientras jugueteaba con la pelota, Prometeo les hacía señas para que se acercaran. Al principio no se animaron, ya que conocían su reputación. Acercarse a él era sinónimo de meterse en quilombos. Pero la insistencia de Prometeo y la curiosidad pudieron más que el miedo y el respeto. “Acabo de robar esta pelota a los Dioses para dársela a sus verdaderos dueños: ustedes mortales. Les enseñaré todas las artes que se esconden detrás de este misterioso esférico. Y pobres de ustedes si no prestan atención, ya que Zeus, de oscuras nubes, sabe que estoy acá y pronto los va a desafiar a un partido”.
Los hombres y las mujeres se estremecieron. Un viento helado salió del bosque y cruzó el pueblo. La locura que acababa de cometer Prometeo podía salirles muy cara a ellos, que nada tenían que ver. ¿Cómo iban a animarse a desafiar al Dios de Dioses? ¿Al capo del Olimpo?
Fue cuestión de armar los equipos para que perdieran sus miedos. Al principio los pases iban a parar a los arbustos, los intentos de remates calzaban de lleno el aire y dejaban pasar la pelota y les era imposible llevarla pegada al pie y levantar la cabeza a la vez. Prometeo los tranquilizaba, “la pelota está hecha para ustedes, con ella serán inmortales”.
Pasó el tiempo. Prometeo había enviado mensajeros a las aldeas cercanas. Sabía que iba a necesitar a los mejores. Se hicieron pruebas para formar una selección. Por primera vez aquellas personas relegadas a obedecer pudieron sentirse igualadas con el resto. No importaba el físico sino la capacidad para dominar la pelota.
Una tarde en que la selección de Prometeo estaba entrenando, la pelota fue a parar a la copa de un árbol tras el despeje de un defensor. Uno de los jugadores corrió a buscarla. La pelota había quedado enganchada entre las ramas más altas. Mientras el aldeano trepaba para bajarla, un águila se posó al lado del balón. Cuando el hombre quiso agarrarla el águila le tiró un picotazo a la mano. El momento había llegado.
“Esa pelota es nuestra, insignificante mortal”, dijo el águila. El hombre quedó petrificado, de no haber sido un hábil trepador hubiera caído desde las alturas del árbol. “Pero como los Dioses estamos un poco aburridos de jugar entre nosotros, hemos decidido desafiarlos. El próximo domingo cuando el sol esté en su punto más alto, decidiremos en la cancha quién es merecedor de tener la pelota”. Antes de que el hombre pudiera contestar, el águila había volado. Volvió pálido a la cancha. No tuvo necesidad de decirles nada a sus compañeros. Ni bien lo vio llegar, Prometeo dijo: “Bueno gente, llegó el momento”.
Los hombres y las mujeres seleccionados por Prometeo fueron licenciados de sus tareas cotidianas hasta el día del partido. La voz se fue corriendo por las aldeas: los Dioses vendrían a jugar a ese extraño juego con pelota el siguiente domingo.
A falta de un día para el desafío, Prometeo reunió a su equipo en el centro de la cancha. “Desde que llegué les dije que este regalo que les hago -dijo señalando la pelota- no era un capricho, sino que ustedes son los verdaderos poseedores de ella. Los Dioses pueden dominar los designios de todo lo que existe bajo el sol, pero no jugando a la pelota. Tienen que olvidarse contra quienes juegan y saber que son once contra once. Zeus podrá mover nubes, crear truenos o condenar a mortales e inmortales, pero no sabe encarar como vos”. Señalaba al diez del equipo. Al comenzar los entrenamientos, Prometeo que conocía bien la forma de jugar de los Dioses, les explicó que en el Olimpo no había nadie encargado de jugar, que todo era ir para adelante como bueyes embravecidos. Entonces, después de varios días de prueba le dijo a un aldeano de Atenas: “Vos pibe, vení. Sí, vos. Vos vas a ser el enganche. Escuchame un poquito, el enganche es el jugador con más responsabilidad pero también es el que más se divierte. Porque vos sos el encargado de que tus compañeros jueguen, de mover al equipo. Pero a la vez sos el que crea. Como los dioses. Vos tenés que inventar, que nadie sepa qué es lo que puede pasar cuando agarrás la pelota”. El aldeano proveniente de Atenas no lo miraba, tenía la vista clavada en el piso. Por su altura nunca había podido estar a cargo de nada que no fueran tareas menores. Por sus rulos era distinto a todos sus coterráneos y, por eso, motivo de burla.
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El lineal B era el sistema de escritura utilizado en Micenas, antigua ciudad griega, allá por el 1400 antes de Cristo. Se utilizaba principalmente para cuestiones administrativas, aunque algunas tablillas también incluyen mitos y narraciones antiguas. Fue descifrado en la década del cincuenta, aunque todavía no se han encontrado todas las tablillas que hay enterradas en la isla. Hace algunos años la arqueóloga Elizabeth McGregor descubrió una serie que describe el mítico partido entre Dioses y mortales.
Fueron llegando como en una procesión desde las aldeas más lejanas. Algunos caminaron desde el día anterior. Se había corrido el rumor de que los Dioses cruzarían las Siete Puertas de Tebas al mediodía del domingo. El acontecimiento planteaba una fuerte disyuntiva en los mortales: apoyar a los Dioses que guiaban sus designios o a los hombres y mujeres que podían cambiar el curso de la historia.
La cancha diagramada por Prometeo estaba rodeada de colinas. Estas hacían de tribunas para quienes llegaban a ver ese juego raro que enfrentaría por primera vez a los Dioses con los humanos. Antes de terminar el banquete con el que Prometeo buscaba unir a su equipo, el titán se paró y pidió la palabra. “Hay una sola cosa que no les dije hasta ahora. Un solo secreto guardé para mí. Los Dioses no juegan como ustedes. Y no me refiero a mejor o peor. Juegan al mismo juego, pero de otra manera. Si entramos en su forma de juego, nos va a ir mal. Porque no tenemos la velocidad de Hermes, el de doradas sandalias, ni la potencia de Zeus. Pero sí podemos imitar la inteligencia de la gran Atenea. Ellos no la utilizan como merece. Tenemos que ser once Ateneas, tocando la pelota para ir a buscarla de nuevo. Moverlos. Verán que ellos juegan a ir para adelante, como si lo único que importara es hacer un gol. Pero nosotros tenemos que agarrar la pelota. Jugar con ella. Mientras más la tengamos, mejor nos va a ir. Así les vamos a ganar”. Cuando se estaban yendo hacia la cancha, Prometeo frenó a una de las jugadoras. “Vos tenés que pararte delante de Atenea y no dejarla jugar”, le dijo. “¿Pero eso no es trampa?”, preguntó inocente la mortal. “Para nada, querida. Trampas van a hacer ellos. Nosotros solamente vamos a jugar”.
El sol estaba en su punto más alto. Los espectadores se acomodaban en las colinas que rodeaban la cancha. Prometeo y los suyos se pasaban la pelota. La mayoría de los jugadores y las jugadoras intentaba no pensar. Primero fue un águila surcando el cielo. Luego un buey que llegó al trote. Una lechuza apareció saltando de rama en rama. La tierra se rajó y de la misma brotó el carro de Hades con el dios en él. Los Dioses hacían su entrada triunfal.
Uno a uno fueron dejando sus formas animales para mostrarse tal cual eran. La gente en las colinas no hablaba. Era todo silencio. Zeus tronante se acercó a la mitad de la cancha. Lo mismo hizo Prometeo. “En que quilombo te metiste, japetónida. No solo les vamos a ganar, sino que encima te voy a encadenar para que te morfen doscientas águilas ciegas”. Algo así le dijo según las escrituras en lineal B. No sabemos si Prometeo respondió o solo se limitó a sonreír. Sortearon los lados pero por formalidad nomás, todos los presentes sabían que Zeus haría cambiar el curso del viento ni bien arrancara el partido.
Temis, diosa de la justicia, estaba encargada de arbitrar el partido. Hades y Heracles habían reforzado las filas del magnánimo Zeus. Los mortales sacaron del medio. Al costado de la cancha, Prometeo daba indicaciones. Recibió el petiso de rulos y Zeus lo salió a cortar. El petiso lo hizo pasar de largo. A Zeus no le gustó un carajo. “Esto se va a poner fulero”, dijo uno de los dioses.
Durante el primer tiempo se notó que varios mortales tenían demasiado respeto por sus rivales. Así todo, los dioses veían pasar la pelota de un lado a otro. No la podían agarrar. “Dejate de joder Prometeo y deciles que vayan para adelante”, gritaba Zeus cada vez más enojado. La gente en las colinas devenidas en tribuna, veía como el cielo se encapotaba a la par de la calentura de Zeus.
Cada vez que los Dioses la agarraban, la buscaban a Atenea. Sus pelotazos rompían cualquier defensa. Pero siempre que intentaban darle la pelota, Atenea tenía a la misma mortal cerrándole los espacios. A los Dioses no les quedaba otra opción que jugar para atrás o tirar bochazos a la nada. Fue uno de pelotazos de Atenea que terminó en el pecho del número cinco mortal. Amagó jugar con el lateral derecho, pero metió un terrible pase entre líneas para el petiso de rulos y lo dejó mano a mano con Poseidón. El Dios de los mares lo salió a buscar, pero vio como otro mortal se le podía escapar por la derecha. Dudó Poseidón y eso fue lo peor que podía hacer. El petiso de rulos la tocó apenitas con la zurda y saltó la zancadilla del Dios. Artemisa salió a cortar rápido, pero el petiso de rulos tocó suavemente para el compañero que entraba solo y definió con el arco vacío.
Nadie vio el festejo. Todos los presentes miraron a Zeus, el de cada vez más oscuras nubes. El Dios no se inmutó. Habló algo con sus compañeros. El final del primer tiempo llegó antes de que pudieran volver a patear al arco.
Los Dioses estaban por sacar para arrancar el segundo tiempo cuando Zeus pidió un segundo y se agachó. No había terminado de pararse que del cielo bajaban las gotas más gordas que alguna vez hayan caído. Al pasar por al lado del Prometeo, el capo del Olimpo le dijo, como quién no quiere la cosa, “a ver si tocan la pelota ahora, gilún.” Prometeo conocía bastante al barbudo Zeus. Sabía que si las cosas no andaban bien para su equipo, iba a salir con alguna de esas. Sus dirigidos lo miraban esperando alguna indicación .Con la cancha embarrada era imposible tocar la pelota.
En un lateral para su equipo, Prometeo llamó al cinco. “Dáselas todas al enganche y que la guarde. Cuando pueden le pican, sino que le hagan falta. Y cuidado con Zeus que va a intentar pegarle de cualquier lado”. Ni bien terminó de decir eso, la pelota se le escapó por debajo de la suela al ocho de los mortales. Le fue a quedar mansita a Zeus. El Dios sin dudar sacó un pelotazo, aunque muchos dicen que se pareció más a un rayo, que se le escurrió entre las manos, como a veces sucede con el amor o la buena suerte, al arquero mortal que hasta ese momento era un espectador más.
Algunos mortales saltaron y gritaron con el gol de los Dioses. “Vendidos, cómo van a gritar el gol de ellos”, señalaron unos. “Y qué querés viejo, si sigue lloviendo así perdemos la cosecha”, respondieron otros. Las colinas empezaban a dividirse. Los que apoyaban a los Dioses se juntaban entre sí. Lo mismo hacían los que gritaban por los mortales.
El viento era el protagonista más importante de la tarde. Según quien atacaba Zeus cambiaba su dirección. Cuando los mortales debían patear un saque de esquina, variaba para que la pelota nunca vaya hacia donde quería el pateador. Zeus en su afán de ganar se había olvidado de jugar. Los mortales trataban de hacerlo sorteando las trabas que los Dioses les ponían.
Fue así que llegó, en medio del diluvio y unos vientos que bailaban en el barro, un córner para los mortales. Ninguno de los dos equipos había vuelto a patear al arco. “Vos quedate en la mitad de la cancha, que te la tiro directo -le dijo Zeus al veloz Hermes- te me vas para el fondo, que no te agarra nadie, tiras el centro, emboco y chau.” Zeus tenía pensado llevar la pelota con el viento hasta él, para luego tirar el pelotazo. Lo que no sabía el Dios olímpico, era que el petiso de rulos ya le estaba sacando la ficha. Había pateado todo el segundo tiempo tratando de entender cómo cambiaba el viento según dónde quería poner la pelota. “Entonces si hago como que la quiero poner cerrada, me la va a abrir. Lo mismo si la quiero tirar al segundo palo”. Pensaba el petiso mientras caminaba bajo la lluvia, embarrado con la pelota abajo del brazo. “¿Che que pasa que hacen tiempo? ¿Qué se creen Dioses?”, gritaba Hades guardián del inframundo.
El petiso de rulos le hizo una seña a sus compañeros indicando que vayan al segundo palo. Zeus sonrió. Temis, la diosa árbitra, le dijo al 10 mortal que juegue de una vez. El petiso tiró el centro. Zeus no se había percatado de que el tipo, siendo zurdo, se había perfilado como diestro. Tiró el centro con la cara externa del pie, pegándole con tres dedos. La pelota que Zeus esperaba al pecho, fue a cualquier lado menos a dónde él creía. Cuando se dio cuenta del engaño del petiso era tarde. Intentó hacer girar el viento una vez más. Los ventarrones hacían que Hades, el arquero olímpico, no supiera donde iba a caer la pelota. Primero se levantó. Después parecía irse al saque de arco. Pero el último viraje que indicó Zeus a su aliado el viento, terminó por darle un efecto extrañísimo a la pelota que se fue a meter por el segundo palo ante la mirada del arquero.
Ya no hubo tiempo para más. Ni los rayos que caían cada vez más cerca de las colinas, ni el bombazo que sacó Zeus casi desde la mitad de la cancha cambiaron el resultado. Los mortales ganaron 2 a 1. Los Dioses se fueron sin saludar, directo al Olimpo. A los humanos no les importó y festejaron bajo la lluvia torrencial. La pelota había bajado de los cielos para quedarse con sus verdaderos dueños: los mortales.