UN RELOJ PARA DOMINARLOS A TODOS
Desde que decidieron abrirse al mundo y entrar a los Juegos Olímpicos en Helsinki 1952, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se transformó en uno de los dominadores del evento, luchando de tú a tú en el medallero general ante un Estados Unidos que parecía prácticamente inalcanzable con sus deportistas universitarios. Pero había algo que los carcomía por dentro, una herida que parecía profundizarse torneo a torneo y era el perder constantemente ante su némesis en la final de básquet. Para la cúpula deportiva había que hacer algo, sobre todo tras México 1968, donde incluso habían sido superados en semifinales por su otro gran rival, Yugoslavia.
El básquet, al igual que la gimnasia, el fútbol o el ajedrez, se había transformado en uno de los deportes favoritos de la URSS. Las repúblicas bálticas, con Lituania a la cabeza, eran lugares que habían abrazado con fuerza a la pelota naranja, aunque lo cierto es que el seleccionado, al menos durante las primeras décadas, estaba conformado por jugadores venidos de todos lados, desde Rusia hasta Kazajistán, pasando por Ucrania o Bielorrusia. Por caso, de 1958 (cuando se creó el torneo) a 1971 ganaron o fueron finalistas de la Copa de Campeones de Europa clubes como el CSKA Moscú, ASK Riga o Dinamo Tbilisi.
El talento estaba, sin dudas. Pero había fallos de fondo. En los 60s, los soviéticos -profesionales, a pesar de que se dijera que estos tuvieran trabajos- intentaron luchar ante los universitarios estadounidenses con un juego agresivo, buscando basquetbolistas enormes, aunque inevitablemente más lentos. El juego, sobre todo gracias a la mayor inclusión de los jugadores negros, se había transformado: ahora era más rápido, lleno de contragolpes.
El primer paso de la URSS fue llevarse un nuevo Eurobasket (el 12º en 13 participaciones), venciendo en la final a Yugoslavia, algo que les servía mentalmente para demostrarse que el tropiezo en tierras aztecas había sido solo eso, una caída, no una pérdida de potencia. Esto lo consiguieron teniendo en el banquillo a un nuevo entrenador, Vladimir Kondrashin, que venía de ganar el oro en los Juegos Universitarios un año antes y que llegaba para reemplazar al histórico Alexander Gomelsky.
«Bajo las riendas de Kondrashin, se terminó completamente de adoptar el estilo veloz, aprovechando los contragolpes y los emparejamientos beneficiosos que así se generaban gracias al tamaño, talento y condición física de los atletas de Europa Oriental», explica David Fernández Vinitzky en su libro, Historia del Básquet en los Juegos Olímpicos.
Curiosamente, en el otro continente la historia era diametralmente opuesta. Hank Iba, el seleccionador del múltiple campeón olímpico, tenía una concepción bastante anticuada del juego, sobre todo teniendo en cuenta la revolución que se estaba generando en su patria en aquellos años, donde en los playgrounds se estaba construyendo el básquet del futuro. Su estilo autoritario fue chocando con la libertad de sus jugadores, entre ellos Bill Walton, que decidió no asistir a Múnich.
La competencia de básquet, en los Juegos Olímpicos de Munich 1972, constó de dos grupos de 8 equipos cada uno, con los dos primeros avanzando hasta las semifinales. Los soviéticos, con Sergei Belov a la cabeza (escogido en 1991 como en Mejor Jugador de la historia de la FIBA), lograron llevarse la Zona B con bastante solvencia, derrotando a sus rivales con relativa facilidad, entre ellos a los yugoslavos en la última jornada (74-67), algo que terminaría eliminando a la Plavi del certamen.
Aquel encuentro se había disputado el 3 de septiembre, dos días antes del momento más horroroso de la historia de los Juegos: cuando el grupo terrorista Septiembre Negro entró en la Villa Olímpica -aprovechando la laxitud de los locales en materia de seguridad, para que no se los comparase con la edición llevada adelante por el nazismo en 1936-, terminando con la muerte de 11 atletas y entrenadores israelíes.
Tras 34 horas de suspenso, luto y dolor, los Juegos retomaron su rumbo porque, como diría una canción de Queen, «el show debe continuar». Estados Unidos destruiría a Italia en la primera semifinal (68-38), mientras que la URSS tendría que sudar bastante para poder eliminar a Cuba (67-61).
De esta manera, llegamos al esperado 9 de septiembre. El Rudi-Sedlmayer-Halle estaba lleno, impaciente por presenciar el mejor partido de básquet que se podía ver a nivel olímpico. El encuentro empezó con demora, a las 23.45, ya que los organizadores priorizaron mostrar el choque en el prime time de Nueva York, lógicamente dejando a Moscú en un segundo plano.
El match fue un cruce muy duro, con varios roces, típico del ámbito FIBA de por aquel entonces. De hecho, Mikhail Korkia y Dwight Jones terminarían siendo expulsados luego de que estos peleasen por una pelota dividida. El aire se cortaba con un cuchillo. Nadie quería ceder.
Con apenas seis segundos en el tablero los EEUU estaban en la cornisa. Caían por 49-48, algo que hacía peligrar el récord de sesenta y tres partidos invictos con el que habían llegado a Alemania (habían ganado todos los partidos desde que el básquet se había vuelto olímpico, justamente en el país germano en 1936). En ese momento empezó a gestarse el que posiblemente sea uno de los finales más polémicos de todos los tiempos.
Doug Collins, una de las figuras del equipo americano, robó una pelota y se fue directo hacia el aro. Pero fue derribado violentamente por Zurab Sakandelidze. De hecho, él explicaría que por el golpe perdió la conciencia por unos instantes. Tras recuperarse, él tiró correctamente los dos libres, dándole nuevamente la ventaja a su selección. Parecía que la historia se terminaría aquí y el resultado sería el mismo de siempre: los estadounidenses se volverían a subir a lo más alto del podio, mirando desde arriba a sus rivales del otro lado de la Cortina de Hierro.
Kondrashin había intentado pedir un tiempo muerto antes del primer libre, aunque no se lo habían dado. Entonces, cuando los rojos sacaron del fondo con solo tres segundos de juego, tanto el seleccionador como su cuerpo técnico y hasta los suplentes invadieron la cancha, ya que estaban reclamando justamente por el tan necesario tiempo muerto, clave para preparar una última jugada.
El árbitro búlgaro Artenik Arabadjan tuvo que frenar el duelo en aquel instante, pero mandó a sacar del fondo nuevamente. La confusión siguió cuando el tablero marcó 50 segundos, por lo que otra vez se paró el partido. Nadie entendía nada a esas alturas. Cuando por fin los jugadores pudieron sacar desde su línea, intentando un último tiro largo para alcanzar a algún jugador que metiera la naranja de forma milagrosa, el partido concluyó, por lo que los estadounidenses se pusieron a festejar como locos, ya que habían conquistado el que, posiblemente, fuese el oro más duro de su historia. Pero no.
El italiano Renato Williams Jones, secretario general de la FIBA, mandó a frenar el festejo, diciendo que el encuentro debía reanudarse ya que a la URSS le habían quitado tiempo del reloj. Curiosamente, el cronometrador de aquel mítico partido era un suizo que terminaría haciéndose conocido años más tarde por ser el presidente de la FIFA durante casi dos décadas: Joseph Blatter.
Los muchachos estadounidenses no entendían qué estaba pasando. Habían saboreado el oro y, de repente, tenían que volver a sus puestos para defender por última vez. Con los benditos tres segundos en el reloj, Ivan Edeshko sacó desde el fondo y envió en largo para Sasha Belov, quién logró convertir pese a tener a dos defensores encima. Ahora sí, era el fin: el del partido, el de la racha, el del básquet olímpico como se lo conocía hasta entonces. La URSS ganaba su primer campeonato olímpico, venciendo a su máximo rival (en todos los ámbitos, no solo en el deportivo), algo sumamente necesario para el imaginario social del país liderado por Leonid Brezhnev.
Curiosamente, la jugada se había gestado un año antes, en un amistoso ante los propios norteamericanos. «Recuerdo todo como si fuera ayer. Me pregunto muchas veces cuánto duran esos tres segundos porque nunca se terminan», comentaría años más tarde Belov. Edeshko, por otra parte, explicaría que «perder contra la URSS fue como un entierro para ellos. Eran, son y serán los mejores. Tienen la NBA, el baloncesto universitario. Son los mejores, sin duda alguna. Por eso, como son tan grandes, no aceptan la derrota y siguen enfadados».
Todo el plantel de Estados Unidos, sumamente enojados tanto por el final como por haber perdido la protesta formal que habían realizado (aunque debe decirse que el comité estaba compuesto por dos países occidentales, Italia y Puerto Rico, y tres comunistas: Cuba, Hungría y Polonia), por lo que decidieron no solo no ocupar su puesto en el podio, sino que también declinaron de llevarse sus medallas, algo impensado para el espíritu olímpico.
La URSS terminaría dominando el medallero general con 50 medallas de oro, superando por 17 a Estados Unidos. De hecho, la tercera plaza no la ocupó el local, sino su vecino del otro lado del muro de Berlín, la Alemania Democrática. La ola comunista en el deporte parecía imparable, al igual que aquel último disparo en aquella larga madrugada del ya 10 de septiembre, cuando los estadounidenses fueron derrumbados por primera vez.