Qatar
CALLE QUE LATE

CALLE QUE LATE

¿Cuándo empieza una celebración y cuándo decidimos decir basta? ¿Cuál es la magia que se genera entre muchas personas –entre miles, entre millones– que se sienten, por un rato, iguales, parte del mismo logro y de la misma felicidad? ¿Cuánto se olvida por un tiempo en el que todo es alegría, baile, caminata imparable, birra de conservadora, fotos con copas prestadas, cánticos que se repiten en un loop eterno? ¿Cómo se hace para atesorar todo eso y desplegarlo como amuleto en los momentos difíciles que, seguramente, queden durante el año?

Lo sabemos: no encontraremos respuestas a esto que nos estamos preguntando. Porque es la primera vez, al menos con consciencia, que nos toca vivir algo así: ser campeones, campeonas del mundo… ¡del mundo! Pero sí decidimos empezar por este puñado de preguntas para que cada quien le ponga las respuestas, las vivencias, la piel propia a lo vivido en este diciembre inolvidable.

18.12 Campeonar con el corazón en la boca

Si alguien nos hubiera dicho que la final tendría ese nivel de emocionalidad, tal vez nos hubiéramos preparado de otra manera. O tal vez no. Esa dinámica de lo impensado cuando sale a rodar la pelotita, al final, es de lo que más amamos de este deporte. Por el horario del partido, la previa empezó temprano. La picada pasó bien hasta el minuto 80 o el 81, más precisamente. Entre quesito, salamín y pan éramos felices y nos sumábamos al baile que mirábamos por la tele. Hasta que el segundo gol de Mbappé nos hizo un nudo en el estómago y, a partir de ahí, a meterle líquido nomás al cuerpo. 

La historia ya es conocida: alargue, penales, todos los cucos juntos para una final de corazones al borde del colapso. Pero, lo sabemos por identidad, después de tanto sufrimiento la celebración vale doble (o triple, o 36 años de espera), y así fue: después del penal de Montiel en cada lugarcito hubo llantos, gritos, risas –de esas que brotan del alivio de tanto cagazo junto–, saltos y cantitos. Queríamos salir ya a las calles. Fundirnos en un canto más grande y en un abrazo colectivo. Pero no, pará, nos faltaba ver a Messi levantando la Copa. Lo que habíamos deseado por años. Ese sueño que no era solo de él, sino de millones más. Acá y hasta en la China. Así que vimos la entrega de medallas, el beso de Leo a la Copa antes de recibirla, el cosito negro que le pusieron de bata para arruinar la foto, saltamos con todo el equipo y bailamos Yerba Brava así en un departamento como en Qatar.

Ahora sí podíamos salir a la calle. 

Todavía nos estábamos secando las lágrimas cuando abrimos la puerta. La calle nos saludó entre petardos, bocinazos, personas que saltaban y se abrazaban con desconocidos, gritos, niños y niñas que corrían de un lado a otro. La alegría que nos explotaba en el pecho en un instante se conectó al wifi colectivo y nos unimos a la caravana interminable que se hundía en la gloria con una mueca de felicidad absoluta. La marea nos llevaba en una peregrinación hacia el obelisco. Si nos hubieran preguntado esa misma mañana cómo imaginábamos ese momento, nos hubiéramos quedado cortas. Todo era lágrimas, canciones y sonrisas que no entraban en la cara.

En Plaza de Mayo aparecieron los primeros bombos. Espacio de tanta memoria contenida, la plaza también guarda los momentos que queremos atesorar por siempre. A esos que volvemos cada vez que tenemos una mala tarde o una racha negativa. Hacía ya algunas horas del momento en que Montiel se tapó la cara, así que pensamos que lo mejor era ingresar por las calles laterales y no directamente por Diagonal Norte. 

Caminamos por Esmeralda hasta llegar a Viamonte. “Vamos a la AFA”, dijo alguien. Algunas personas desconocidas se prendieron a la idea, pero a las pocas cuadras desistieron. Había un lugar mejor al que ir a festejar. 

Llegamos a 9 de julio y nos encontramos con la música más maravillosa. La de un pueblo feliz. Nos sorprendió la falta de parrillas vendiendo choripanes, nadie quería perderse los festejos. Uno de los edificios que está sobre la avenida estaba cubierto por una camiseta argentina gigante. Tardamos unos minutos en darnos cuenta de cuál se trataba.

“No podíamos festejar esto en otro lado”, afirmó alguien. Lo miramos sin entender. “¿Dónde querías festejar que no fuera el obelisco?”, respondió otro con ironía. “No, boludo, no estamos en el Obelisco solamente”, retrucó el primero señalando con la mano. Como una epifanía apareció frente a nuestros ojos. Primero vimos algunas personas subidas al techo de más de cien años. Se trepaban por las marquesinas de hierro retorcido que están a los costados. Arengaban desde ahí arriba con la camiseta gigante de fondo. El teatro centenario recibía a los campeones del mundo.

“¡Cómo no íbamos a festejar acá! ¡Con el baile que les dimos!”, grita uno. Y es cierto. Ochenta minutos de fútbol-arte solo podían ser celebrados en el Teatro Colón. “Es para Sarlo que lo mira por tv”, intenta cantar alguien pero nadie se prende. 

Al teléfono llegaban audios inentendibles por el llanto entrecortado, los gritos de alrededor, las gargantas afónicas que querían celebrar con la poca voz que quedaba. Llegaban fotos de festejos en pueblos y ciudades pequeñas: la familia y amistades desperdigadas por el país decía presente en ese abrazo virtual. En un pequeño pueblo de Santa Fe, los choripanes se hacían en la vereda. Quien pasaba, se llevaba alguno. A cambio, ofrecía alguna bebida espirituosa y un brindis con los parrilleros. La plata no importaba, el trueque era suficiente, la alegría era interminable.

20.12 El pogo más grande del mundo

Habían pasado dos días en un tiempo real, por decirlo de alguna manera, pero en el de campeonar el mundo el tiempo era otro: una mezcla de éxtasis alucinado donde las horas no corrían de la misma manera. 

Quienes decidimos ir a esperar a los jugadores en el obelisco, salimos temprano. Bajamos unas cuántas estaciones antes porque suponíamos que habría mucha gente. Hicimos bien. Desde Pueyrredón ya había mucha movida. Y desde los celus llegaban noticias: los jugadores avanzaban a paso de tortuga, rodeados de personas. Llegar al obelisco era peor que cualquier prueba que un héroe de ficción debiera atravesar en su camino a la gloria. Ahí empezaron los cambios de recorrido y nosotras, nosotros, nos movíamos según lo que podíamos pescar porque la señal ya no llegaba muy bien. 

Que venían por la 25 de mayo, pero la gente empezó a subirse, a caminar por los costados hasta que la cortaron. Entonces que iban por Puerto Madero… a arrimarse más por Alem, que iban a la Casa Rosada, que no… a esa altura no importaba demasiado, lo que de verdad valía era estar ahí, en ese mar de personas felices, celebrando, cantando. Sencillamente (y enormemente), eso.

Cinco millones de personas, ese día, hicieron lo mismo que nosotras, que nosotros. La autopista 25 de mayo era un hormiguero de gigantes generando un terremoto. Bajo el sol del mediodía, mientras algunas personas trataban de refugiarse en la sombra de algunos centímetros que creaban los carteles, el piso se emborrachó. Quizás de tanto vino tirado al asfalto. Quizás por tanta alegría desparramada. Quizás la cumbia en los parlantes hizo que las columnas quisieran tirar unos pasos. La autopista empezó a temblar, al ritmo de la euforia colectiva… “¡hicimos peatonal una autopista!”, dirían los memes al día siguiente, el pecho erguido de argentinidad. Fue nuestra actualización ricotera del pogo más grande del mundo. Pero en vez de jijiji, esta vez sonó “Muchachos” las veces que fuera necesario. 

“Estuve laburando y me vine para acá a festejar. Aguante el Diego”, nos dijo uno de los pibes que saltaba en su carro y paró de trabajar juntando cartones un rato para sumarse al festejo. Familias enteras buscaban la manera de esquivar el sol que se ponía picante (lo saben los jugadores con sus caras y lomos rojos después de aquellos rayos) y apelaban a la solidaridad de las vecinas y los vecinos que tiraban agua desde los balcones y alcanzaban baldes desde las puertas de sus casas. En una callecita perdida en el microcentro, un hombre llamado José María ponía a disposición un balde y un jarrito de esos que se usan para hervir. Cada persona que se acercaba debía inclinarse para que el hombre le tirara agua en la cabeza, como en un bautismo. Un bautismo de campeones del mundo. Una constante atravesaba todo el ritual: nadie paraba de sonreír, como si un gran halo de bondad se hubiera regado desde los aires. O, mejor dicho, un halo de campeonetitud nos invadiera por vez primera. 

No faltaron los clásicos argentos: “Necesito subirme a un lugar muy alto” tuvo todos sus matices: las ventanas del Obelisco, semáforos aquí y allá, paradas de bondis en el Metrobus, ventanas de edificios públicos, puestos de diario y etc.; la espuma de carnaval anticipado; el fernet y el vino en botellas cortadas, que se ofrecía cual misa pagana y se compartía sin ecos de un virus tremendo; camisetas de todos los tiempos de la Selección, aunque ya quedaran demasiado apretadas o lucieran el amarillento de los años que pasaron; caracterizaciones varias: desde los Diegos con pelucas ruludas hasta los superhéroes que siempre aparecen, no importa circunstancia o lugar.

Y miles de pibis con la camiseta de Messi; pocas originales, miles de truchas, algunas inventadas de apuro, otras con las tres estrellas dibujadas con un fibrón; todas y todos con la misma sensación: el más grande soñaba despierto y nos hacía partícipes de sus sueño cumplido. El Dibu, sin dudas, ocupaba el segundo puesto entre las niñeces: lo lúdico y lo épico se mezclan en ese tipo que con su pierna izquierda milagrosa nos aseguró los penales y con sus vuelos y chicanas, nos aseguró la copa.

Cuando llegó la tarde, ya era un hecho que los jugadores no llegarían a lugar alguno. Supimos que se iban en helicóptero; nos miramos por la paradoja de la fecha. 21 años después, un 20 de diciembre el pueblo estaba en las calles otra vez mirando un helicóptero, pero ahora no era un estallido de bronca y miseria, de rabia contenida y ni un mango para la olla; esta vez era abrazo colectivo de festejo loco y los que surcaban el aire eran, esta vez, quienes lo habían hecho posible. 

Estábamos en un cumpleaños al que los agasajados no habían llegado, pero a nadie le importó. Empezamos a desandar las calles para llegar a los lugares a los que tantas veces fuimos a reclamar nuestros derechos: la 9 de julio, Diagonal sur; los encuentros con gente amiga, la sorpresa y el abrazo de gol a mitad de camino; el calor que no amainaba y el ¿agua? de los camiones que limpiaban las veredas, que se convertía en un chorro mágico bajo el que se seguía cantando. 

La Plaza de Mayo con el Cabildo celeste y blanco. Nos sentíamos parte de la historia y el matriotismo se nos colaba por los poros. Si hubiéramos tenido a mano, tal vez hasta repartíamos escarapelas. En cada esquina, la fiesta volvía a empezar. El repertorio musical empezaba una y otra vez, y nos prendíamos en todas.

Cuando el sol empezó a caer, de a poco los lugares se iban vaciando. Juan Sasturain paseaba a su perro en las inmediaciones de la Plaza y entre los saludos alegres constatamos que sí, que al tipo el fútbol le gusta en serio, pero más le gustan los festejos populares.

Y ya que andábamos de buenas, nos fuimos caminando hasta el Congreso porque las patitas militantes andan solas y porque en el ancho de la Avenida de Mayo, armamos unos pases con una latita vacía. 

Para la noche, los restos de carnaval destellaban en calles y veredas. Emprendíamos la vuelta (o la continuidad de celebraciones más íntimas).  

El gobierno de la Ciudad había cerrado los subtes. No vaya a ser que los salpique la ola de vahos y alientos a sudor, alcohol y felicidad compartida.

No vengan a joder con la grieta boba (andá pa’llá) porque no existe: será un puñado de gente que no desea celebrar. Allá, pues… 

Hágannos un lugarcito en las calles y en los festejos populares, entre las botellas cortadas con fernet y las latitas en baldes con hielo, entre la espuma del carnaval anticipado y el agua que vecinas y vecinos regalaron para apagar tanto fuego. 

No hay dudas, lo que sí hay es deseos de seguir construyendo lugares mejores para que no sólo el fútbol llegue para darnos estas alegrías. Y tiene que ser colectivo, claro, pero con quienes elijan abrazar las causas y alegrías populares. Para criticar hay muchos lugares y todos necesitan el análisis y la palabra desarrollada. Muy injusto que no todas, todos, todes tengan esa posibilidad y se les señale desde afuera. 

Texto publicado en el libro «Ilusión Eterna» de Lástima a nadie, maestro.

Autores

  • Nadia Fink

    Santafesina, gracias al “andá pa’llá, bobo” se reivindicó su manera de comerse las “s”. Presidenta de la cooperativa Editorial Chirimbote, es una de las creadoras de la colección Antiprincesas, en la que la niñez tiene un rol protagónico. Le gusta más editar que escribir y comparte con Messi la pasión por Newell’s.

  • Juan Stanisci

    Nació y vive en La Boca. Escritor y director en Lástima a nadie, maestro. Escribe y colabora en medios digitales de Argentina, Uruguay y México. Es uno de los autores del libro Crónicas Maradonianas.