EL ALEPH HUMANO
Respirar. Comer. Beber. Alguna necesidad fisiológica. Son cuestiones que siempre están ahí. Lo que todos los seres humanos hacemos de manera continua. La vida es eso que sucede entre esas acciones. En Argentina teníamos una certeza más: Diego Maradona. Él siempre estaría ahí. Haciéndonos reír, recordar, llorar. Incomodándonos con algún comentario. Pero siempre estaría ahí. Hasta que un día esa certeza quedó despedazada por mil partes.
El 25 de noviembre al mediodía, la primera ficha del dominó empezó a tambalear. El rumor pronto se hizo noticia. El hecho más doloroso que atravesó nuestro país en las últimas décadas se fue confirmando en las redes sociales, en los canales de televisión, en los teléfonos celulares, en las radios, en los diarios, en las calles, en las conversaciones entre vecinos. En tiempos de debate sobre el rol de los medios tradicionales frente a las nuevas formas de informarse, la mayoría corrimos a los televisores para confirmar que eso no era cierto. En mí caso, me tocó llorar junto a Guillermo Andino. El fallecimiento de Diego debe ser el único hecho que puede unirnos en el mismo dolor con el conductor televisivo. No fue un hecho aislado. Fue la norma ese 25 de noviembre.
A partir de ese mediodía la inmortalidad seguía siendo una utopía. Como Gilgamesh, el protagonista de una Epopeya sumeria de hace más de tres milenios, Diego había rechazado la inmortalidad. “El más humano de los dioses”, lo definió Galeano. Nunca quiso ser un Dios, de eso estoy seguro. Pero hay cosas que no se eligen. Y, también sin quererlo, ese 25 de noviembre nos enseñó que el final siempre está ahí acechando. Y que el dolor a veces puede ser tan insoportable como irracional.
Como no podía ser de otra manera su velorio fue un hecho más de desborde maradoniano. Su vida y su muerte mantuvieron una continuidad: lo incontrolable. Diego fue imposible de controlar tanto dentro como fuera de la cancha. El sentimiento que generó su paso a la inmortalidad esa mañana y ese mediodía frente a la Casa Rosada, también. Impedir que el velorio terminara, estirarlo indefinidamente, era una forma de negar su muerte. Mientras Diego estuviera ahí adentro, había una excusa para seguir cantando, gritando y llorando por él.
“Reír y llorar. Llorar y reír. Eso es la vida”, le dijo una vez a Pablo Llonto. La definición describe perfectamente su velorio. Luego de ocho meses de encierro, la gente volvió a ganar las calles. El fútbol, que ya se estaba jugando con estadios vacíos, volvió verdaderamente cuando las canchas, los barrios y las plazas se llenaron de camisetas e hinchas cantando. La única manera de soportar tanto dolor fue juntándose. Compartiendo lágrimas y cantos con otros y otras. La impotencia seguiría ahí pero, al menos, compartida.
Diego Maradona, entre muchas otras cosas, fue la encarnación de una de las obras literarias más importantes de nuestro país. Fue un Aleph humano. Jorge Luis Borges, alguien que despreciaba el fútbol, describió de manera brillante un punto dentro de un sótano donde convergían todos los puntos del universo. El Todo habitaba ahí. Diego fue, a su manera, un Aleph. Sería imposible que un texto contenga todas sus facetas. Pero veamos. Fue la representación de un pibe villero que sueña con un futuro mejor a través de la pelota. Y también de todos esos pibes villeros que sucumben ante los consumos problemáticos. Fue héroe de un país, Argentina, y una ciudad, Nápoles, y a la vez fue el villano de las dos. Fue pobre y multimillonario. Vivió en una habitación con ocho hermanos y en mansiones. Fue el hombre que parecía mimetizarse con el aire dentro de una cancha y, también, el que no podía respirar cuando salía a la calle. Dentro de Diego, caben todas las posibilidades de la argentinidad. Las buenas y las malas.
Además de un Aleph humano, fue un género literario en sí mismo. No solo por la cantidad de textos que se han escrito sobre él (debe ser el deportista más narrado de la historia), sino porque él mismo era un generador de literatura. Dentro de la cancha, claro. Y fuera también. Supo, desde un principio, narrarse a sí mismo. Construyó un personaje: Maradona. El llevó a un plano extrafutbolístico la disputa entre el sur y el norte napolitano. Y reescribió la historia del sur pobre. Pero, por si esto no alcanzara, también fue una máquina generadora de frases. No debe haber otro argentino o argentina que haya introducido tantos aforismos en la cultura popular. No hace falta ser futbolero o futbolera para haber dicho, aunque sea una vez: se te escapó la tortuga, es más falso que un dólar celeste, fuma abajo del agua, la pelota no se mancha, te lo juro por Dalma y Gianinna, no corta el pan dulce, más solo que Kung Fu, le toma la leche al gato, me cortaron las piernas, lástima a nadie, cabeza de termo o la tenés adentro.
Diego es el elemento cultural que más nos une. Como dijo el periodista Alejandro Wall, fue el apellido de un país. “¿Argentina? Maradona”. Es un lenguaje que hablamos todos y todas. Con esto no me refiero a que todo el país lo quiera o lo idolatre. Sino al hecho de que, de Ushuaia a La Quiaca, del Oceáno Atlántico a la Cordillera de Los Andes, del Paraná a la Patagonia, no habrá nadie que no sepa quién es Maradona. Grandes o chicos, hombres o mujeres. Un niño puede no saber quién fue Perón, pero seguro sabrá quién es Maradona. Y sí, leyó bien: Es. Porque Diego es. Diego está. Diego vive en cada frase, en cada anécdota, en cada mural y en cada gol que un pibe de barrio grite relatándose a sí mismo como Maradona.
A diferencia de otros mitos populares, no necesitó la muerte para mitificarse. Lo hizo en vida. Con toda la dificultad que eso conlleva. La vida es difícil para cualquier mortal. Imagínense para un mortal endiosado o mitificado.
Aunque el mundo se empeñe en decir lo contrario, Diego siempre estará ahí. Para que nunca estemos más solos que Kung Fu. Para que la vida sea eso, reír y llorar, llorar y reír.