CORAZÓN FUNEBRERO
Al cumplirse 55 años del campeonato obtenido por Chacarita Juniors en Primera frente a River, este cuento, que no es cuento, es un bello homenaje, un abrazo del alma para cada uno de los simpatizantes funebreros, especialmente para Patricia Gallo y mi admirado colega y amigo Darío Villarruel, un hombre enamorado, que, por amor, cambió de pasión…
Esta es una historia de amor que guarda internamente diferentes versiones afectivas, vivencias que encajan unas dentro de otras con la cuidada perfección con la que un artesano multiplica mamushkas rusas.
Este relato es una foto en blanco y negro. Una foto desconocida, ilusoria. Es la impensada revelación de un momento único, irrepetible. Es un puerto imaginario en pleno corazón de una cancha, la bita en la cual osados y valientes navegantes amarran sus corazones tras una intensa y muy bella travesía.
Osvaldo Soriano en “Rosebud”, tal vez uno de sus mejores cuentos, puso en palabras eso que nos sucedía cuando cooptados por la nostalgia mirábamos viejas fotografías que fijaban un instante de nuestra dicha. Cuando extasiados posábamos nuestros ojos sobre el papel y ansiosos esperábamos que un desvelamiento divino nos confiara ese secreto que nos ayudaría a sobrellevar lo que nos faltaba de viaje.
Siempre, conscientes o inconscientes, volvemos a esos sitios donde amamos profundamente la vida y allí nos quedamos gozosos, felices, disfrutando ese espacio placentero que nos regocija el alma. Cada uno de nosotros, en diferentes momentos de nuestra existencia, nos aferramos con uñas y dientes a los buenos recuerdos que nos constituyen, esos que alivianan las pesadas maletas que cargamos sobre los hombros.
Patricia, cual experta narradora, enumera una serie de hechos personales que la transportan inexorablemente a los brazos de Luis, su papá. Ella vuelve sobre sus pasos y tiene otra vez un gorro y una bufanda de lana que ha tejido con mano maestra su mamá Rosa. Gustavo, su hermano mayor, por su parte, luce con orgullo una “distinguida” casaca de Chacarita.
Escribió alguna vez el Negro Roberto Fontanarrosa sobre la camiseta Funebrera: “La de Chacarita tiene, si se quiere, un toque de sofisticación, de ingenio. Y yo creo que ese toque reside en esa línea finita, blanca, que se ha colado entre las rojas y las negras, más anchas y prepotentes. Esa línea delgada y blanca aporta un trazo de distinción, brinda luz, relieve, cierto brillo. Tiene algo de capricho”.
Negro, rojo y blanco, sofisticados colores sobre una segunda piel que enamoraron a primera vista a Oreste Gallo, un anarquista, un inmigrante italiano que vivía en una pensión de Colegiales. Oreste, abuelo de Patricia, iniciador de una inquebrantable dinastía familiar tricolor, eligió al club que habían fundado el 1 de mayo de 1906 un grupo de amigos de la parroquia de San Bernardo en un local del partido Socialista ubicado en las esquinas de Dorrego y Giribone. Fue tras un partido con River, cuando un amigo lo había invitado a la cancha con la presuntuosa ilusión de convertirlo en una hincha más del Millonario.
Al poco tiempo se casó con Ana, descendiente de tanos, una bella morocha que había sucumbido de amor ante su estampa varonil cigarro en mano. Luego nacieron los hijos de la pareja: Luis y Adela. Padre e hijo, construyeron a través de los años, un lazo indisoluble con los colores que amaban. La pasión futbolera fue herencia sanguínea, fue puro afecto bajo la voluta de los cigarrillos en los pesados tablones de madera de la vieja cancha del Funebrero.
Años después, Luis, en los salones del Club San Andrés, conoció a Rosa, el gran amor de su vida. Ella no era simpatizante de Chacarita, aunque vivía a tres cuadras del estadio. Se miraron, coquetearon, se conocieron hasta que un día se juramentaron amor eterno. Formaron una hermosa familia. Hicieron nido en San Martin, en la calle Almafuerte 515. Llegaron los hijos: Gustavo y Patricia.
Estamos en hall del Hotel Provincial, Patricia vuelve sobre sus pasos y los recuerdos comienzan a agolparse caprichosamente. Ella narra su niñez, mientras Darío, su compañero, la mira con ojos adolescentes. La cuida, la protege, asiente, acompaña su relato con la parsimonia de un eximio apuntador que sigue un libreto que siente propio, cercano.
“La primera vez que fui a la cancha de Chacarita con mi papá tenía tres años, nunca me lo voy a olvidar. Fuimos con Gustavo, mi hermano mayor. Me acuerdo que tenía un sombrerito y una canastita al tono. Fue un sábado, era tarde hermosa, soleada. No jugaban un partido de fútbol, fue un espectáculo de lucha, algo parecido a Titanes en el Ring. Luego si empecé un adorado periplo dominical siguiendo de local y visitante al equipo. Todavía retengo en mi memoria algunos de los apellidos de los jugadores. Amarilla y Zurita por ejemplo”.
La cancha fue entonces, mudanza al barrio de Belgrano de por medio, un ritual dominguero en familia, un paseo casi obligado, un lugar de encuentro, uno de esos sitios donde padre e hija amaron ardorosamente la vida, un instante de dicha, un espacio placentero que les regocijaba el alma.
“El 6 de julio de 1969 yo vi a Chacarita campeón. Ese año, en el segundo partido del campeonato perdimos 7 a 1 con Lanús, era el cumpleaños de mi hermano. Tristísimo. Pero mi papá le dijo que se quedara tranquilo que íbamos a salir campeones. Y salimos campeones. Increíble. Ese domingo nos levantamos temprano, desayunamos y cerca del mediodía, con un frio tremendo salimos para la cancha de Racing. Mi papá llevaba los bolsillos repletos de cigarrillos. Yo lo miraba todo el tiempo, siempre alentaba con un cigarro en las manos. Yo tenía 8 años. Mi papá observaba el cielo, no sé, creo que había una cosa mágica entre él y su padre. Le ganamos 4 a 1 a River ¡4 a 1! El partido fue un baile. Mi viejo aplaudía, disfrutaba. Yo sentí además una enorme alegría por mi vieja, que nos tejía los guantes, las bufandas y los gorros con los colores de Chaca y ese año también había armado una carpeta con recortes de la revista Goles y El Gráfico. Era tanta la felicidad del alma de mi papá que ese festejo me marcó para siempre”.
Domingo 20 de junio de 1976, día del padre. La familia Gallo se reúne en la casa de la abuela Ana, en Villa Pueyrredón. Almuerzan capeletis, brindan, festejan. Luis, un hombre del Partido Socialista de los Trabajadores que había votado al Tío Cámpora, en la sobremesa, le adelanta a Patricia el daño que iba a provocar la Dictadura en el pueblo. En las horas previas al partido que Chacarita tenía que jugar en el estadio de Vélez con Racing, hablan de política, de cine, recuerdan escenas de La tregua, escuchan al Nano Serrat y a Rubén Juárez.
“Después del almuerzo mi papá se va con mi hermano a la cancha Nosotros no sé por qué, pero no fuimos. Me acuerdo que ellos tardaban en regresar. Me preocupé. Primero pensé que se habían peleado con alguien, que había pasado algo. En eso veo estacionar en casa el auto de mi papá con mi hermano, pero el que manejaba era el presidente Enrique Nader. Llegan y Nader le dice a mi mamá que Luis había tenido un problemita en el corazón, que lo fuera a buscar, que lo fuera a ver. Mi abuela presagió lo peor. Esto es la destrucción– dijo”.
El relato ahora llena cada uno de los rincones del hotel donde nos encontramos para grabar la entrevista, el mismo hotel donde la familia Gallo vivió sus últimas vacaciones veraniegas en Mar de Plata. Patricia habla pausadamente y su voz hace equilibrio para no caer en un precipicio de lágrimas. Tal vez, poniendo palabras a ese maldito recuerdo que le estruja las tripas logre descifrar algún desvelamiento divino, pueda descubrir algún secreto que la ayude a sobrellevar lo que falta del viaje.
“Termina el primer tiempo, todo tranquilo. Cuando Chaca hace el gol mi papá le dice a mi hermano, una vez más, que se quede tranquilo, que se iban a salvar del descenso. Al rato también le dice que siente una puntada en la espalda. Luego se prendió un pucho y se pidió un café. Faltando cinco minutos, sentados en la platea de Vélez, lo miró a Gustavo y se quejó. “Que verde esta todo” – dijo- y dejó caer su cabeza sobre el hombro de mi hermano. Mi viejo tenía 43 años, Gustavo apenas 17, yo 14. En el vestuario quisieron revivirlo, pero fue imposible. Mira si a mí papá le hubieran preguntado como quería morir hubiera dicho viendo a Chaca al lado de su hijo. Yo lo sé, sé que es así. Lo sé. Para mí fue un mazazo, fue como si me hubieran tirado de un décimo piso. Ahí yo sentí por primera vez lo que era el frio. Acaso era el primer síntoma de la desprotección total y absoluta”
El tiempo que todo o casi todo lo cura, tras una pena que parecía infinita, volvió a dibujarle una sanadora sonrisa en los labios. El 20 de mayo de 1977, en un baile, en un salón de la Avenida Córdoba, conoció a quien sería su incondicional compañero de vida, su esposo, el padre de Leandro y Natalia. Darío Villarruel, hijo del famoso periodista de la tele, la conquistó quijotescamente, románticamente. Se pusieron de novios en el banco de una plaza. Darío, ahora, sentado en un sillón frente a Patricia, la escucha, la contempla, parece que todavía la ve bajar del colectivo con un vestido verde ceñido a la cintura. “Nadie te va a querer más que yo en la vida”, le juró entonces, mientras le regalaba una medallita de plata
Reitero, esta historia de amor guarda sigilosamente un puñado de vivencias que encajan unas dentro de otras con la cuidada perfección con la que un artesano multiplica mamushkas rusas. Darío, impactado por lo que le había tocada vivir a su novia, por amor, refutando cuestionables y arcaicos mandatos patriarcales, cambió de pasión. Por amor a Patricia se reconvirtió, dejó atrás su simpatía por “Taieres” y River, y se transformó en un fanático simpatizante de Chacarita. Por amor fue vicepresidente del club y el 8 de junio de 2009 le obsequió un ascenso a Primera. Por amor se erigió como uno de los pilares dirigenciales que logró la anhelada reconstrucción y posterior reinauguración del viejo coloso de la calle Gutiérrez un soñado 30 de enero de 2011.
Patricia contó, me contó minuciosamente su historia personal y en cada palabra, en cada gesto volvió a los brazos de su padre. Y allí pareció aferrarse con uñas y dientes a los buenos recuerdos que la constituyen como mujer. Imagino entonces esa foto que no fue, pero debía ser.
Domingo por la tarde, el sol cae perpendicular sobre las novatas gradas de cemento de la cancha de Chacarita. En la tribuna, Darío, un padre orgulloso, abraza a Natalia y a Leandro envueltos en un trapo tricolor. Cerca, un escalón por debajo, mamá Rosa teje un gorrito de lana rojo, blanco y negro. A escasos metros de allí, trepados a un paravalancha, sus sobrinos, Luis, Alejo y Fabricio, suman sus voces a los cánticos de la hinchada. Un poco más allá, algunos creen divisar la entrañable y fantasmal figura de don Oreste Gallo, el iniciador de una bellísima dinastía futbolística familiar. A paso lento el viejo anarquista todavía promete llegar hasta ahí, aunque termine el partido.
En la mitad del campo Patricia camina de la mano de su padre. Él desborda pasión, tiene un saco claro y los bolsillos llenos de cigarrillos. Ella sostiene una botellita Cindor y a pesar del frio helado que cruza el cielo de San Martín, lleva una canastita y un vestidito primaveral sin mangas. Los dos ven más allá del horizonte, por encima del graderío. Luis le acaricia el pelo, le besa la frente y le recuerda al oído un sabio pregón futbolero que la pequeña jamás olvidará. “Los partidos hay que jugarlos hasta el último minuto. Podemos ganar o perder. Si ganamos venimos cantando alto. Si perdemos, también venimos cantando alto. Un poco más bajo, pero venimos cantando”.
De pronto un rayo de luz estalló sobre sus cabezas, fue como si un duende celestial hubiera gatillado el percutor de una cámara de fotos. Fue entonces cuando Gustavo, su hermano mayor, abrió por fin su mítica cajita de los recuerdos y aprisionó para siempre este sencillo manojo de palabras, retrato en blanco y negro, mágica fotografía que fijó un instante de dicha, un momento único, en un lugar donde ellos, los protagonistas de esta historia, aman la vida.