
EL ODIO PSICÓTICO
No hay ejercicio más difícil —y quizás, más esencialmente humano— que preguntarse por las necesidades y emociones del otro. En la autosatisfacción exacerbada de los deseos y los placeres, confluye esa visión individual de la “libertad” ajena a los imperativos sociales, lejos de entenderse y de pensarse a través de los demás. Hoy hay demasiado odio, demasiado dolor, demasiado de todo. Existe un odio que ya no se disimula, que se muestra sin complejos. Está. Siempre está. Está en el aire, en los huesos, en la carne. Un odio pardo, salvaje, que anida en la deshumanización del otro. Javier Milei lo lleva inoculado en el hígado, como si en el odiar se le fuera la vida. Un odio psicótico que deriva en un negacionismo delirante donde se pierde todo contacto con la realidad. Niega el Holocausto, los crímenes de la dictadura, la violencia de género, entre sus más variadas miserias. Para que la cultura del odio progrese, es necesario distorsionar los hechos, mentir, atacar la solidaridad, declarar a los movimientos sociales como una amenaza, alimentar la ira racista, xenófoba, sexista, homófoba, que desembocan en prácticas de violencia obscena, simple, irracional, como soporte inestimable de una opresión concreta, de poder y dominio, derivados de una estructura jerárquicamente explotadora.
La historia del fascismo es también la de su banalización, ya sea por el abuso en la expansión de su semántica o porque disfruta del extraño privilegio de no ser tomado en serio. Existe un fascismo institucionalizado que se manifiesta en la necesidad de satisfacer un estímulo obsesivo de placer. Lo vemos en el genocidio de Gaza, y en la nueva modernidad de las armas drónicas, que matan a distancia, separando a la víctima del verdugo, algo que deja menos huella de conciencia. Una especie de sala de VAR, plagada de pantallas, donde un tipo aprieta un botón y descarga bombas a mansalva mientras se come unas papas fritas. La banalización de la muerte a través de la tecnología. Ese fascismo también lo vimos ayer, en la salvaje e irracional masacre que cometió la dictadura en nuestro país.
Ahí afuera está la “Memoria”. Salir a contarla. No dejes que te la roben. Fue la noche más oscura. Un tiempo quieto, vacío. Un espacio inhabitado. El horror cercando el paisaje y la eternidad robada en un instante. Miles de ausencias, la sangre helada, el pleno abandono, el seco desamparo, la soledad en un temblor, voces mutiladas, miradas negras, alambradas, y un silencio pegajoso, de tumba abierta. De aquel mundo extraviado, muchos recuerdos se han ido definitivamente con la huida, con el mito de dejarlo todo atrás, de desaparecer y reaparecer siendo otros, en otros lugares del tiempo y del espacio. Algunos se han cobijado, cálidos, en la memoria. Días después de la obtención del Campeonato del Mundo Juvenil en 1979, se presentó en mi casa una señora mayor. Quería saludarme y hablar conmigo. Me comentó que vivía en el barrio, cerca de la cancha de Vélez. Que el otro día había estado en la Plaza, en un rincón, observando la fiesta. Que me conocía del fútbol, y de la escuela cercana a su casa. Me felicitó por el título y añadió: “Mi nieta estudió en tu colegio. Estaba en una clase superior. Hoy no sabemos nada de ella. Se la llevaron en octubre del 77. Fui a la Plaza a ver el ambiente, lo que se decía, lo que se pensaba. Sufrí mucho, sentí mucha rabia, mucho dolor, pero también alegría por ustedes”.
Siempre me ha acompañado el recuerdo luminoso de esa abuela. Sus palabras, su mirada, sus reclamos. Hoy ya no está con nosotros. Cada cierto tiempo la veo en ese rincón de la Plaza, sola, poderosa, con la gente festejando a su alrededor y ella en silencio, con su nieta dibujada en las entrañas y esa tristeza irreparable de los sometidos sin respuestas, sin pasado y sin olvido.
Hay que salir a defender, incluso a contracorriente, el valor de la utopía, que ciertamente ha perdido su inocencia. Hay que salir a buscar, a enfrentar, a comprender, a desobedecer, a resistir, sin olvidar que en la rabia, en la impotencia, en el fondo de la herida puede nacer un arrebato generoso hacia un futuro que espere agazapado para darle un nuevo mordisco a la esperanza.
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